Después de un «juicio simbólico», en 2004 chavistas derribaron la estatua de Cristóbal Colón que se hallaba en Plaza Venezuela

Se dice que los venezolanos, hijos de la América española, somos seres inacabados y de presente. Nuestra mixtura cósmica, lo diría José de Vasconcelos, es la obra de distintas fuentes culturales que jamás han alcanzado a asentarse por causa de las negaciones. Nos sostendrían estas como piezas inacabadas, en espera de aquellas otras que puedan fijar a nuestra identidad.

Ello puede ser una virtud si se la mira desde el ángulo de la perfectibilidad a la que estamos llamados todos nos es inevitable, si evitamos que las realidades nos tomen como objetos o nieguen que somos sujetos de nuestro propio destino. Pero es rémora cuando tal perspectiva la explotan quienes construyen sus historias de dominio creyéndose artífices de nuestro Génesis político y social. Así ha sido bajo las improntas de Simón Bolívar en el siglo XIX, la de Juan Vicente Gómez en el siglo XX, y guardando las distancias, salvando de irreverencia a la genial personalidad del Libertador, la de Hugo Chávez en el siglo XXI.

Somos ajenos y radioactivos los venezolanos a la segmentación social o a la idea de la pureza racial o cultural, pero mal explica ello que los distintos constructores de nuestra dependencia hayan ocultado y amputado de sus discursos nuestros orígenes, sean los hispanos o los republicanos civiles como causahabientes.

Somos tributarios de una civilización milenaria que se hizo acabada y comenzó al igual que la nuestra solapando capas, tamizando lo esencial para dejar atrás lo circunstancial o meramente costumbrista, pero la hemos asumido como vergüenza o pecado familiar ocultable; a diferencia de los pocos que ahora reclaman la nacionalidad de la madre patria, por abandonados en la que fuera su colonia.

La Hispania, obra de una transustanciación entre godos y musulmanes, precedida por raíces que anclan en Jerusalén, Grecia, y Roma, e hija como todas las naciones conquistadas desde la aurora de los tiempos bajo la ley de la violencia, del sometimiento, llegó a nosotros como progenitora envejecida y fanática por envejecida, en vías de alumbrar para no morir y en buena hora lo logra a cabalidad, con el Mundo Nuevo.

Su historia americana, en sus falencias, en sus miserias, en sus mezquindades, por ser historia humana en modo alguno es diferente de la de quienes cultivan su inexistencia, creyendo posible lo imposible, a saber, la vuelta a lo originario, sólo causando en el alma colectiva el trauma de la orfandad. Y lo que ha quedado, el escudo y la bandera, son ya irreconocibles.

Cada vez que puedo, por ende y como ejemplaridad, vuelvo sobre los dos instantes agonales que definen a lo bolivariano, sea en su génesis como en su apocalipsis: “Trescientos años de calma no bastan”, declara vehemente Bolívar en 1811 desde la Junta Patriótica, aborreciendo nuestro pretérito cultural. Y al casi sellar nuestra Independencia, en su elegía del Cuzco de 1825 que dirige a su “segundo padre”, su padrino y tío, Esteban Palacios, resume contrito y a la vez transido de mesianismo su obra épica: “Usted ha vuelto de entre los muertos a ver los estragos del tiempo inexorable, de la guerra cruel, de los hombres feroces. Usted se encontrará en Caracas como un duende que viene de la otra vida… Usted dejó una dilatada y hermosa familia, ella ha sido segada por una hoz sanguinaria. Usted dejó una patria naciente que desenvolvía los primeros gérmenes de la creación y los primeros elementos de la sociedad: Y usted lo encuentra todo en escombros… todo en memoria”, tío. Es ese su grito descarnado y sincero que se vuelve profético y actual, que no sea por la pérdida actual de la libertad: “¿Dónde está Caracas?, se preguntará usted. ¡Caracas no existe!, pero sus cenizas, sus monumentos, la tierra que la tuvo, han quedado resplandecientes de libertad”, dice.

A su tío le brinda Bolívar un aliento sin esperanza. Se ensimisma dentro de su deber de hombre que, como un Cristo en agonía, cree encarnar a todos los hombres de su momento: “Yo los he representado a presencia de los hombres, y yo los representaré a presencia de la posteridad… – Tío, consuélese usted en su patria con los restos de sus parientes… La fortuna ha castigado a todos y tan solo yo he recibido sus favores…”.

Así fueron borradas las raíces hispanas de Venezuela. Desde entonces nos aqueja, a todos, una diáspora existencial. Somos seres inacabados, ignorantes de nuestra filiación. Entre tanto a las estatuas de Cristóbal Colón se las derrumba. Sin padres ni madres, sin parientes en tierra arrasada, vuelto todo memoria que se aleja y nubla, al igual que desesperados buscamos conservar los sabores y olores del lar perdido, algunos hoy se preparan para ser sucesores políticos en tierras de predestinados y de elegidos.

Andrés Bello, en el tránsito de emanciparnos en 1810, describe con lujo el alfa y omega de nuestra tragedia. “Tuvo Colón la gloria de ser el primer europeo que pisó el continente americano, que no lleva su nombre por una de aquellas vergonzosas condescendencias con que la indolente posteridad ha dejado confundir el mérito de la mayor parte de los hombres que la han engrandecido… bajo la codicia de Américo Vespucio”.

Dice el maestro de América, seguidamente, que la regeneración civil nuestra comienza a fines del siglo XVII cuando la religión y la política sustituyen a la codicia conquistadora y se juntan en una tierra que, en buena hora, conoce el “malogramiento de sus minas”. No hay dineros. La atención hubo de dirigirse a “ocupaciones más sólidas, más útiles y más benéficas”. Y a comienzos del siglo XVIII, la Universidad “de la Inmaculada Concepción de Santa Rosa de Lima y del Angélico Maestro Santo Tomás de Aquino”, da a luz a los padres fundadores de 1810 y 1811, cuyas luces condena luego el Padre de la Patria desde Cartagena de Indias, en 1812. Quedamos como expósitos los habitantes de Venezuela, condenados al Mito de Sísifo.

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