El coronavirus nos agarró por sorpresa. Seguramente el mundo será diferente una vez superada la pandemia. El futuro no está escrito y todo dependerá de las respuestas de cada país a la crisis. Y aquí cabe formular una pregunta: ¿está hoy Venezuela mejor que en 1999 cuando Hugo Chávez llegó al poder? La respuesta es sencilla: hemos retrocedido; y mañana estaremos peor que hoy si no enderezamos el rumbo.

Los “logros” del socialismo del siglo XXI quedan para la retórica populista, cuya “verdad” cada día se aleja más de la dolorosa realidad por la que atravesamos los venezolanos. En estos veintiún años ha operado la dinámica de la desgracia: mientras mayores sean los errores cometidos, mayor ha sido el poder que ha adquirido el régimen cívico-militar para profundizar esos errores. Así ocurrió con la destitución de los funcionarios de Pdvsa, cuando el pito del autoritarismo −junto con el grito “Pa’ fuera”− se anunciaba lo que sería la destrucción de una de las más eficientes empresas petroleras del mundo. Se convirtió la industria en un instrumento partidista para sostener “como sea” un proyecto ideológico. Igual sucedió con el grito “exprópiese” que llevó a la ruina a las empresas productivas que fueron sentenciadas por los improvisados decretos. Esto generó numerosas demandas arbitrales y condenas mil millonarias contra la República.

Todas estas políticas autoritarias están dando sus resultados, y somos los venezolanos quienes tendremos que pagar la factura. Asimismo, el líder de la revolución bolivariana, en reiteradas ocasiones, anunciaba, a voz en cuello, que acabaría con la pobreza; no fue así, sino que aumentó porque ella solo se derrota creando prosperidad económica en un ambiente de libertad.

Actualmente la deuda venezolana supera el producto interno bruto. Nuestra economía requiere de atención inmediata y un cambio radical de las políticas populistas. En este sentido hay que ordenar las prioridades del país hacia la salud, la educación y la justicia, y dejar el gasto militar para atender la defensa territorial. El objetivo no es ser una potencia militar sino un país próspero, bien administrado y seguro, cuyos ciudadanos puedan vivir con dignidad y en libertad.

Los errores y los aciertos cometidos nos permitirán elaborar un proyecto de país que implique la recuperación de las industrias básicas, del Poder Judicial, de la salud y de la educación, para lo cual se requiere un acuerdo político de largo aliento, como ocurrió con el Pacto de Puntofijo. El objetivo de un pacto de este tipo es la reconstrucción del país y salir de los escombros en que nos encontramos. Esto requiere instituciones republicanas en un ambiente de seguridad y transparencia jurídica. Aquí es donde el liderazgo civil debe estar a la altura del reto histórico. Eso fue lo que ocurrió en 1958 por el coraje, probidad y sabiduría política de Rómulo Betancourt, al conducir un proceso político que constituye una referencia histórica en América Latina.

En este contexto, el sistema presidencialista de gobierno, tal como lo ha definido la Constitución de 1999, debe ser dejado en el pasado. Aquí conviene hacer referencia a un lúcido artículo publicado en El Nacional, el 10 de abril de 2002, titulado “Hacia la democracia parlamentaria” escrito por el profesor José Armando Mejía Betancourt, en el cual anunció el fracaso de este modelo al no poder resolver lo que era −y sigue siendo− el “problema más urgente: la pobreza”. El sistema parlamentario europeo resuelve las crisis políticas generadas por los gobiernos minoritarios. Como respuesta Mejía Betancourt proponía la democracia parlamentaria.

Otra propuesta que merece atención es la del profesor Gerardo Fernández que presenta en su libro La búsqueda de un nuevo sistema de gobierno para Venezuela. Del presidencialismo exacerbado, autocrático, inestable e ineficaz a un sistema semipresidencial (Caracas, Academia de Ciencias Políticas y Sociales, 2019). Se trata de una solución distinta a la que propone Mejía Betancourt, pero que constituye otro aporte para la necesaria reflexión sobre el sistema político de nuestro país.

El sistema semipresidencial luce atractivo para Venezuela porque las experiencias de Francia y Finlandia demuestran que se trata de un mecanismo que promueve la estabilidad política y minimiza el riesgo de que cada conflicto se transforme en una crisis de gobernabilidad y, peor aún, de Estado. En Venezuela el semipresidencialismo pudiese servir además de contrapeso a varios demonios que han aterrorizado nuestra historia: el caudillismo, el personalismo político, el presidencialismo desbordado y la relación patrón-clientela entre gobierno y “pueblo”. En todo caso, estos planteamientos deben ser objeto de detenido debate en la necesaria reforma del sistema presidencialista, el cual está agotado en nuestro país.

Son varias las reformas que deben hacerse sobre la base de las conveniencias comunes. Decía Alexis de Tocqueville que “más que las ideas a los hombres los separan los intereses”. El interés común de todos los venezolanos, a no dudar, es vivir en un país que garantice la libertad, la prosperidad, el respeto por la dignidad humana, la tolerancia, la salud y la educación. Después del coronavirus Venezuela será diferente y nos corresponde a todos construir las bases de un mejor porvenir.


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