En días recientes el deporte venezolano ha dado mucho de qué hablar. Aún sin haber concluido las olimpiadas, la delegación venezolana tiene, en términos históricos, su mejor desempeño en cuanto a medallas se refiere. Y si bien este hecho debe celebrarse por todo lo alto, no deja de constituir una enorme paradoja que este logro se geste en el marco de la más profunda crisis económica, social e institucional que ha sufrido el país en décadas.

Vaya paradoja. Es difícil de entender y asimilar cómo en una nación signada por la pobreza, movilizaciones y refugiados, nuestros atletas hayan tenido la capacidad incluso de romper récords mundiales en Tokio 2020. Soy de los que piensan que estas metas, lejos de ser promovidas por el Estado venezolano se alcanzan a pesar de él, lo cual constituye hasta un logro mayor que la propia gesta deportiva.

Y tal vez este sea el tema central de la columna de esta semana. Reflexionar sobre cómo hoy no hay persona que no sienta como suyo el triunfo de los atletas venezolanos, y cómo ese sentido de apropiación si bien puede traer consigo momentos reconfortantes para una golpeada y mancillada ciudadanía, lamentablemente cuando se lleva al entorno de la política se traduce en resultados que tienden a ser deleznables y mezquinos.

No es un secreto que los políticos, de distintas formas, han intentado sacarle provecho a las victorias de las olimpiadas. Y si bien uno pudiera justificar este comportamiento desde la arista ciudadana (al final político o no uno tiene sentimientos y se mueven las fibras de la patria cuando hay una conquista de este tipo) no es menos cierto que el cálculo político-electoral también ronda en muchas de estas demostraciones de animosidad. Indudablemente, sin embargo, quienes lo hacen con mayor fuerza –y son los más cuestionables también– son aquellas autoridades que forman parte del gobierno venezolano y que tienen el poder de desarrollar políticas públicas para cambiar el deplorable estado en el que se encuentra el deporte venezolano.

Y es que como reza el dicho popular “la victoria tiene mil padres pero la derrota es huérfana”, y hoy el gobierno venezolano quiere hacerse ver como corresponsable y auspiciador de las victorias de los atletas venezolanos, cuando la verdad es otra. Por supuesto, no se debe generalizar, pero convendría reflexionar sobre el hecho de cómo viven los deportistas de élite y alto rendimiento en el país, y cómo logran desarrollar sus entrenamientos dentro de la nación. No es casual que muchos deportistas élite venezolanos se vayan fuera del país a proseguir sus carreras ante la inviabilidad de poder hacerlo dentro del territorio nacional. Es un hecho que causa lamento, pero indudablemente cierto.

El mismo techo que sufren muchos profesionales por hallarse inmersos en medio de una sociedad disfuncional lo padecen los deportistas en su día a día. Problemas para obtener visados, pasaportes, materiales y espacio de entrenamiento, viáticos para traslados, alimentación,  roce en competiciones internacionales, y tantas otras cosas ya consabidas. Por ello, el solo hecho de lograr ir a una olimpiada en estas condiciones debe ser considerado un auténtico milagro. Y el haber conquistado una medalla, el verdadero olimpo.

Como sucede en tantas otras áreas y aspectos del país, el Estado se encuentra en buena parte al margen de la provisión de los recursos que son necesarios para los atletas. Las razones pueden ser muchas: primero, por base ideológica, un gobierno con sustrato socialista difícilmente podrá ser eficiente porque no tiene capacidad de desarrollar el cálculo económico que derive en funcionalidad; segundo, y en virtud de lo anterior, existen incentivos perversos para fomentar aún más la desviación de recursos y corrupción; tercero, ya de por sí los recursos que tiene Venezuela son bastantes limitados por lo que es incluso más retador asignar los pocos recursos existentes a un área que suele ser vista como algo secundario, como lo es la práctica deportiva.

En medio de este contexto, también se encuentra otro gran ausente: el sector privado. Han sido pocas las empresas privadas que han tendido la mano de forma consistente al deporte nacional. Tal vez el ejemplo más notable lo constituye Empresas Polar, que en los tiempos buenos y no tan buenos se ha mantenido firme en su compromiso con los atletas venezolanos de distintas disciplinas. Y habrá otras empresas que seguramente también puedan seguir este tipo de ejemplos. Sin embargo, ¿es esta una conducta mayoritaria de parte de las corporaciones venezolanas? ¿Hay una cultura empresarial en la que se tienda a destinar apoyo al deporte local? ¿Qué tanto se ha extendido? Por supuesto, es difícil pedirle a las empresas promover y financiar este tipo de actividades en un contexto tan duro como el venezolano, pero bien valdría la pena evaluar hasta qué punto se ha podido dar la “milla extra” para marcar la diferencia.

En resumidas cuentas, las olimpiadas nos deben servir para reflexionar. Por una parte, para condenar el uso proselitista que desde el punto de vista político se le da a las victorias de los atletas venezolanos. Ello, más que unir, fomenta aún más la desunión de la patria. En segundo lugar, conviene plantear cuál es el marco de políticas públicas que se debe establecer para que se generen incentivos de forma tal que el financiamiento deportivo tenga una mayor participación del sector privado venezolano, que así como ha venido al rescate de prácticamente cualquier inutilidad que se le ocurre al gobierno, bien pudiera, una vez más, ayudar al país a crecer en el ámbito deportivo.

A juzgar por la estadística, existe una buena presunción que permite afirmar que el desarrollo del deporte, la mayor obtención de medallas olímpicas, está correlacionada con el tamaño de las economías. Cuanto más grande sea la economía de un país, mayores son las probabilidades de que tenga medallas y conquistas deportivas. Por supuesto. No es esta premisa una idea escrita sobre piedra, y también atestigua la historia que en el deporte David, en ocasiones, le gana a Goliat. Sin embargo, estas gestas no deben dar pie a romantizar la pobreza, a ufanarnos de nuestra épica frente a la adversidad, tan típica de los pueblos latinoamericanos. Por el contrario, nuestros logros deben hacernos pensar lo que podemos lograr si se dejan atrás todas aquellas premisas premodernas que limitan nuestro potencial como sociedad.


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