Hasta hace muy poco, el gran enigma venezolano a resolver en el transcurso del año 2023 era saber si tendríamos elecciones libres en 2024. Esto es, si volveríamos a ser un país en lo esencial democrático o continuamos bajo el juego de ardides, simulaciones y postergaciones que le ha permitido al gobierno militarista seguir alargando interminablemente un régimen sin legalidad constitucional, reconocido por una parte muy pequeña de los gobiernos auténticamente democráticos del mundo, y una muy grande de los gobiernos de facto, teocracias, dictaduras y estatismos que copan el nuevo escenario geopolítico internacional.

El enigma obviamente no era fácil de resolver. Porque no estamos en una democracia, venimos de muchas experiencias de engaño oficial ­–incluyendo la creación de una oposición artificial al servicio del gobierno­–, y sin embargo las fuerzas de la resistencia participantes de la más reciente mesa de Diálogo en México habían venido dibujando un guion que incluía la convocatoria a elecciones primarias para elegir un candidato único y participar en elecciones con un mínimo de condiciones equitativas.

En realidad no se pide nada del otro mundo. Solo elecciones “normales”. Como las que se realizan periódicamente, en las fechas fijadas por las leyes nacionales, en las vecinas Colombia, Brasil, Chile, Costa Rica, incluso en México, por solo nombrar algunos ejemplos. Elecciones en las que participan libremente quienes quieran si cumplen los requisitos, sin presos políticos, candidatos presidenciales encarcelados o en el exilio, partidos inhabilitados, patrones electorales intervenidos y el gobierno actuando ventajistamente como en Nicaragua y Venezuela.

Elecciones en donde la alternancia es posible, donde resulta de lo más normal que gane un candidato de oposición y suceda al gobierno de turno. Como en Chile, Boric a Piñera; en Colombia, Petro a Duque; o en Brasil, Lula a Bolsonaro.

Pero el de las elecciones, suficientemente turbio e incierto, ya no es el gran dilema. Los sucesos de esta semana, la asociación de cuatro grupos políticos  opositores representados en la Asamblea Nacional electa en 2015 —AD, UNT,  Primero Justicia y MPV— que proponen la reforma del Estatuto de Transición, la eliminación del gobierno interino presidido por Juan Guaidó y la creación de un gobierno colegiado que lo sustituya, viene a ser una perturbación mayor.

Nos coloca a las puertas de un camino incierto que sobrepasa el dilema electoral, nos pone en medio de un túnel cuya salida parece tapiada de antemano, a enfrentar un vacío que algunos –los promotores de la defenestración–, consideran inevitable dado los abusos de poder y los fracasos sucesivos del gobierno conducido por Guaidó y Voluntad Popular. Mientras otros,  ­–los defensores de la legalidad y de la necesidad de mantener con vida el interinato, aunque no sea con Guaidó al frente– creen que es una suerte de apocalipsis jurídico y político que acabará con el mínimo de legalidad e institucionalidad que respaldaba la acción de la Asamblea Nacional legítima y del gobierno interino.

Los más prudentes piensan que efectivamente Guaidó y su equipo fueron sobrepasados por los hechos y no fueron lo suficientemente dialogantes y transparentes, pero que saltarse la institucionalidad, o lo poco que quedaba de ella, es una triste contribución al reino de la ilegalidad y el desmadre ético que el chavismo le ha impuesto al país. O como dice un buen amigo abogado, recurriendo al habla popular es “la llegada al llegadero”. La pérdida definitiva de la norma. El extravío continuo del decoro. La entrada de lleno en el reino de la anomia total.

La propuesta, cuyo contenido ya fue hecho público y será debatida en la Asamblea Nacional legítima, hoy jueves 22 de diciembre, paradójicamente unos días antes de la celebración de la Navidad, aunque se supone que ya estaba cantada, ha hecho estragos anímicos, causado sorpresa, malestar, desencanto, incluso consternación y tristeza, cuando no estupefacción plena, entre sectores políticos académicos, empresariales y políticos no necesariamente militante o afines a ninguno de los partidos representados en la AN.

Para quienes no tenemos duda alguna sobre la necesidad de mantener en lo posible una acción unitaria en medio de las diferencias –como la que se tuvo en las elecciones del 2015 o ante las candidaturas de Rosales y Henrique Capriles–  y sobre la pertinencia de conservar una continuidad estratégica –que le dé sustento y respaldo al contrapeso que el gobierno interino, con todas sus dificultades y omisiones, sus errores y aciertos, ha significado como única alternativa de resistencia interna y externa a un gobierno abiertamente autoritario–, la fractura que significará la reforma del Estatuto es la confesión abierta de un fracaso que arrastrará por igual a todas las fuerzas opositoras.

Hay consenso entre figuras públicas ante la idea de que tres amenazas se ciernen como nubes oscuras sobre el futuro de la resistencia democrática con esta propuesta. Primera, la de estar violando el orden constitucional que se supone debe defender la Asamblea Nacional legítima.  Segunda, la de poner en riesgo la defensa de los activos, especialmente la exitosa empresa Citgo,  que hoy se hallan protegidos por los gobiernos británico y estadounidense, pues al no existir un gobierno que los represente judicialmente podrían perderse y pasar a manos de los numerosos acreedores que el gobierno de facto ha acumulado en su largo desastre administrativo. Y la tercera, quizás en lo inmediato la más grave, el riesgo de lanzar por la borda la posibilidad  de recuperación de una estrategia común contra la élite tiránica —violadora de los derechos humanos, que llegará el próximo 2024 a un cuarto de siglo en el poder— mediante una salida electoral. Son el adelanto de un extravío.

Si no triunfa en el debate de hoy y en los que vendrán, un pensamiento y un lenguaje mesurado, respetuoso, capaz de tratar con altura y grandeza las diferencias en función de los intereses nacionales y superar rencillas y resentimientos particulares, estaremos enviando, en vez de un mensaje navideño y de unidad, uno de desconfianza e incoherencia que alejará cada vez más a la dirigencia opositora de la sufrida población venezolana y de los aliados internacionales de más de 50 países que tanto esfuerzo han hecho por la defensa de la democracia herida de muerte en Venezuela y Nicaragua.

Las consecuencias políticas las define muy bien en su editorial de hoy la revista Analítica, dirigida por el laborioso Emilio Figueredo: “Si se elimina la presidencia interina, de hecho se termina por reconocer que en Venezuela hay un único presidente y ese no es otro que Maduro. Y la pregunta que cabe es si la comunidad internacional va a aceptar que, una vez suprimida la figura legal de la presidencia interina, transferirá su apoyo a otra “entelequia” cuando Maduro tiene una Asamblea que legisla”.

Resume muy bien las alternativas un texto de Orlando Viera-Blanco, embajador del gobierno interino en Canadá: “Quieren cambiar el presidente Guaidó, háganlo. Quieren cambiar directivas y autoridades, háganlo. Pero no pueden cesar el G.E. y gobernar colegiadamente. Eso no lo entendería la comunidad internacional. Sería un autogol”.

Pero quizás sea una frase de Zaír Mundaray, exfiscal y exiliado venezolano en Bogotá, la que mejor expresa un sentimiento de impotencia colectivo que cada vez se hace más fuerte: “No puedo catalogar más que de doloroso nuestro momento republicano. Venezuela es un territorio sin instituciones (…) Peor aún, no hay un debate público abierto y democrático que parta del apego o no a la constitucionalidad. La anomia, uno de los legados de la revolución tiene el control…o el descontrol  ”.

En todo caso, pase lo que pase por estos días en la AN, reciban todos una ¡Feliz Navidad! con la esperanza de que el espíritu navideño impida que la sangre llegue al río.

Artículo publicado el jueves 22 de diciembre por el diario Frontera Viva


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