Venía esta tarde reflexionando sobre algo que me ocurrió hace unos días.

Resulta que tenía yo que hacer un ingreso en una tarjeta visa de Bankia, bueno, ahora Caixabank. No se crean, era un ingreso para, posteriormente, pagar con ella alguna factura, que la cosa está muy mal.

Bueno, pues andaba yo, a eso de las 8:30 de la mañana, dirigiéndome a un cajero en el que sé que se pueden realizar ingresos, que no son ni mucho menos todos.

Tengo que decir que soy un maniático de la puntualidad. Yo, en una mañana, me miro más el reloj que Biden cuando recibió los cadáveres de los soldados muertos en Afganistán. Que digo yo que tendría cita con su geriatra; más que nada porque el otro día un micrófono abierto le pilló diciendo: “Ala, pues ya me han limpiado el culo“.

Más allá de la conveniencia de que el presidente del país más poderoso del mundo, el que tiene el botón nuclear en un maletín en su despacho, sea capaz de limpiarse el culo, está la capacidad para no ir haciendo este tipo de comentarios cuando eres el presidente de Estados Unidos. Al menos, en público.

Pero vuelvo a mis quehaceres, en este caso, al cajero. Tengo que decir que antes tenía un cajero de estos para ingresar, más cerca, pero ahora, como la mayoría de las antiguas oficinas de Bankia han cerrado, pues me toca caminar. No es que me importe caminar, se hace ejercicio, pero llegar al cajero y encontrarme con un folio, escrito a mano y pegado con celo, que me comunica que no es posible utilizar la función de ingresos, ya me jode bastante más.

Bueno, al menos la oficina estaba abierta, así que, tras esperar una cola de unas tres personas, me pude dirigir a una cajera de carne y hueso y explicarle que bla, bla, bla.

Cuál no sería mi sorpresa cuando tras escuchar mi perorata, la chica me dice que si no tengo hora previa no me puede atender. Por supuesto, la hora hay que solicitarla de modo telemático. No obstante, ante la cara de chino con fatiga que se me estaba poniendo, me aclaraba que, en cualquier caso, en esa oficina no había caja.

Esto es como si entras a un bar y te dicen que allí no sirven bebidas, que están solo para explicarte el concepto abstracto de la cerveza y su espuma y, luego, que te busques otro bar.

Lo primero que se me pasó por la cabeza fue preguntarle amablemente a la cajera para qué coño sirve un banco sin caja, para luego, con mucha educación, mandarla a tomar por culo, a ella y de paso al banco entero. Pero como tenía un problema que resolver, rebusqué un orfidal en la cartera, que me puse debajo de la lengua para preguntarle dónde había una oficina normal, con caja o, al menos, que funcionase el cajero, a lo cual, la señorita, que ya estaba notando que mi irascibilidad iba en aumento y estaba a punto de rebasar un límite peligroso, me dijo que había una cerca, en la calle tal, esquina cual.

Yo, que conozco el barrio, en realidad escuché que estaba en la quinta puñeta, esquina a donde Cristo dio las tres voces, así que, como Biden, me miré el reloj y, tras un hondo suspiro, me dirigí a la otra oficina.

No tengo que decir que en esta tampoco funcionaba el cajero, así que tras patalear como Steve Martin en «un par de seductores» decidí que ese asunto podía resolverse más tarde, dado que ahora tenía que ir a las oficinas del Ayuntamiento de Madrid, donde había pedido cita, cómo no, telemática.

Al menos, los funcionarios municipales demostraron una presteza y una amabilidad no muy propia en los funcionarios, no se me ofendan si lo son, devolviéndome el optimismo que había perdido en el banco, así que, dado que la mañana era fresca y agradable, decidí caminar por la calle de Alcalá, hasta la puerta del mismo nombre.

Entonces, como cuando te llega el turno en el mercado Maravillas, inopinadamente, se apareció ante mí un cajero de la Caixa, amarillo, risueño, mirándome desde su pantalla táctil con ternura, que parecía decirme «estoy aquí para solucionar tu problema», como el señor Lobo en Pulp Fiction.

Tembloroso, casi levitando, saqué la cartera y realicé el ingreso que no había podido llevar a término en los otros dos cajeros. El dinero entró con suavidad, me voy a ahorrar ningún símil, y con la misma suavidad salió el resguardo, como si estuviera bailando El lago de los cisnes.

Todo había cambiado y la vida era maravillosa. Bueno, hasta que miré el recibo y vi que me habían colado ¡siete eurazos de comisión! Entonces me volví a acordar del señor Lobo cuando, ante el optimista júbilo de Vincent Vega y Jules Winnfield les espeta: “Bueno, bueno. No empecemos a chuparnos las pollas”.

Parece ser que, a pesar de su fusión, los cajeros de la antigua Caixa nos cuelan comisión a los clientes de Bankia, los muy cabrones. Si esto no es revanchismo, que baje Dios y lo vea.

Pues, a pesar de todo, la triste realidad de todo esto es cuando te paras a pensar cómo habría resuelto todos estos trámites alguien como, por ejemplo, mi padre. Y no porque mi padre tenga más o menos capacidad, que seguro que nos da sopas con ondas a la mayoría, sino porque tiene 87 años y las nuevas tecnologías le quedan tan lejos como a mí la física cuántica.

Estamos haciendo un mundo para lo que somos los más jóvenes, o los menos viejos, o sea, unos putos egoístas, sin preocuparnos de que les estamos dificultando enormemente la vida a nuestros mayores que, como se ha demostrado, a las grandes corporaciones y estamentos oficiales les importan una mierda.

Eso, sin tener en cuenta que ahora los bancos no solo te cobran por tener allí tu dinero, sino que además quieren que trabajes tú por ellos, con la consecuencia de miles de puestos de trabajo perdidos.

Esto es así, por mucho que quieran disfrazarlo de avance y modernidad.

¿Saben lo que hago yo con la modernidad? Me limpio el culo, como Biden.

Sean felices y tecnológicamente avanzados. Si no, lo tienen crudo.

@julioml1970

 

*Periodista español


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