El Nacional
Federico Parra / AFP

En secreto y sigilosamente, un tribunal de Caracas procedió a “rematar” las instalaciones del periódico El Nacional, adjudicándoselas al que hoy es el cuarto (o quinto) hombre del régimen, que contó para ello con la complicidad de una juez al servicio de la revolución. Cómo pueda terminar esta historia, eso es otra cuestión; las dictaduras nunca terminan bien. Pero, por el momento, lo que queda es la evidencia de una nueva manifestación del ejercicio arbitrario del poder público, que mutila la garantía constitucional de la libertad de expresión, pues la tropelía que comentamos es consecuencia de la reproducción fiel, por El Nacional, de un reportaje publicado previamente por la prensa europea y estadounidense, informando de las declaraciones que Leamsi Salazar -un ex guardaespaldas de Diosdado Cabello- habría rendido ante la justicia de los Estados Unidos, acusándolo de estar involucrado en el narcotráfico. En esos reportajes se agregaba que la Fiscalía Federal de los Estados Unidos preparaba una acusación formal en contra de Cabello. La apresurada y sigilosa decisión judicial que comentamos demuestra que Diosdado Cabello podrá haber sido desplazado del segundo lugar entre los que mandan, pero que todavía conserva mucho poder.

En nuestro sistema constitucional, la libertad de expresión ocupa un lugar demasiado importante como para sacrificarla en aras de la reputación de quien pueda ser mencionado como implicado en algún delito. Si había, en esos reportajes, alguna información inexacta o agraviante, de acuerdo con la Constitución, quien se sintiera agraviado podía ejercer su derecho a réplica o rectificación. En democracia, así es como se mantiene un adecuado equilibrio entre la libertad de información y la protección de la reputación de las personas, particularmente si éstas son personajes públicos. Sin embargo, aunque se trataba de la reproducción fiel de información proporcionada por terceros, el señor Cabello optó por demandar civilmente a Tal CualLa Patilla y El Nacional, y civil y penalmente a los dueños y directivos de los medios de información antes referidos. Curiosamente, no ha habido acciones judiciales similares en contra de las fuentes originales de dicha información: Leamsi Salazar, The Wall Street Journal, el ABC, o los periodistas Emili Blasco, Kejal Vyas y Juan Forero, autores del reportaje original. Puede que la razón para no hacerlo se deba a que, en tribunales independientes, el demandante hubiera tenido que entrar a discutir la veracidad de los hechos objeto del reportaje en cuestión.

Cuando alguien ha hecho serias acusaciones en contra de una figura pública, la libertad de expresión protege el reportaje fidedigno y exacto de esos cargos, independientemente del punto de vista del reportero sobre la veracidad de los mismos. El hecho noticioso es que esas acusaciones fueron hechas, y no puede exigirse a la prensa que, por el simple hecho de tener dudas sobre la seriedad o veracidad de esas acusaciones (suponiendo que las hubiera habido), ignore y suprima el hecho de que ellas efectivamente se formularon.

No cabe duda que el derecho a informar no está exento de la responsabilidad en que pueda incurrir por los daños que una información falsa pueda causar a terceros. Pero, en una lógica simple, quien pretenda obtener una reparación por el daño causado tendrá que demostrar la falsedad de la información, la existencia del daño, la magnitud del mismo, y la circunstancia de que ese daño es imputable a la persona de quien se pretende obtener una reparación. Nada de eso ocurrió en el presente caso.

Los avatares de la libertad de expresión en Venezuela, y el efecto que su avasallamiento ha tenido para la institucionalidad política, son enormes. Como decía Lord Bridge, la libertad de expresión es siempre la primera víctima de una dictadura. Pinochet se inauguró bombardeando una radioemisora; al chavismo le tomó algunos meses, pero rápidamente aprobó una ley para controlar a los medios de comunicación social (la Ley de responsabilidad social de la radio y la televisión), a la que siguieron el cierre de Radio Caracas Televisión, los delitos de vilipendio, la ley del odio, las sentencias del TSJ recortando el ejercicio de la libertad de expresión, el control de las redes sociales, y pare usted de contar. La toma de posesión de las instalaciones de El Nacional es sólo un incidente más en esta larga cadena de atropellos a la libertad de expresión para silenciar a quienes tienen una idea diferente de la forma de hacer política, a quienes creen en la transparencia en el manejo de los asuntos públicos, y a quienes insisten en advertir que el rey está desnudo, o que está cubierto con dólares mal habidos.

Tradicionalmente, quienes ejercen el poder político son recelosos de la libertad de expresión. Lenin cuestionaba su utilidad social, y se preguntaba por qué debería permitirse la libertad de expresión y de prensa; si ese mismo gobierno no toleraría que se le hiciera oposición por medio de las armas, y si las ideas son más letales que las armas, Lenin no entendía por qué un gobierno que cree que está haciendo lo correcto debería permitir que lo critiquen. En Venezuela, quienes han seguido sus pasos, ni siquiera se han hecho esa pregunta, sino que, simplemente, han rechazado que un ciudadano pueda decir lo que le plazca, o intentar enterarse de cómo se están manejando los recursos del Estado, por qué hay ciudadanos que no tienen acceso al agua limpia, por qué nuestras universidades se deterioran y se caen literalmente a pedazos, por qué nuestros profesionales emigran a tierras lejanas (a veces caminando), por qué estamos renunciando al control de una parte de nuestro territorio en favor de grupos armados que propician el crimen y el tráfico de drogas, por qué nos estamos sometiendo a los intereses de una potencia extranjera, o por qué tenemos que ser simple moneda de cambio en el juego entre las grandes potencias.

En una sociedad democrática, el debate libre y abierto debe ser el cauce normal a través del cual, en un diálogo fluido, se expresen los puntos de vista de las mayorías y de las minorías, cuya composición depende de la propia dinámica del debate. Es precisamente ese debate el que proporciona un mecanismo de control del ejercicio transparente del poder y, al mismo tiempo, una válvula de seguridad para el descontento y para las tensiones que puedan generarse dentro de una sociedad. Según decía Louis Brandeis, siendo juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos, es peligroso coartar el pensamiento, la esperanza y la imaginación, porque el temor alimenta la represión, la represión estimula el odio, el odio amenaza la estabilidad de las instituciones, y porque la seguridad descansa en la oportunidad de discutir libremente los supuestos agravios y los remedios propuestos. El Tribunal Constitucional español ha atribuido a la prensa –entendida en su más amplia acepción, abarcando a todos los medios de comunicación social– una ‘función constitucional’, por formar parte del sistema de frenos y contrapesos en que consiste la democracia, para prevenir la arbitrariedad de quienes nos gobiernan. Pero en una tiranía las condiciones son otras, no hay frenos y contrapesos, y sus jueces son, simplemente, verdugos, al servicio del que manda.

Sin libertad de expresión, manifestada a través de los medios de comunicación social, la posibilidad de desarrollar y cristalizar una opinión pública informada, y de permitir que ésta llegue a pesar sobre los órganos del Estado, sería virtualmente ineficaz. Cuando la administración del Estado se ha vuelto demasiado compleja y las oportunidades para cometer fechorías y actos de corrupción se han multiplicado, el riesgo de que pueda haber funcionarios públicos indignos de la confianza pública enfatiza la necesidad de contar con unos medios de comunicación social vigilantes y valientes, que puedan informar sin censura sobre los asuntos de interés público. Como ciudadanos, tenemos derecho a saber por qué Venezuela figura entre los países más corruptos del mundo, por qué no hay independencia del poder judicial, por qué no se combate el nepotismo y la venalidad, y por qué el narcotráfico está carcomiendo las instituciones del Estado.

En una democracia, la función de la libertad de expresión es servir a los gobernados y no a los gobernantes; es por ello que la censura de prensa fue abolida para preservar a los medios de comunicación de la censura gubernamental y permitirles que pudieran desnudar los secretos del gobierno e informar a la ciudadanía. Pero, con el pretexto de defender el honor mancillado de uno de los suyos, y confiscando las instalaciones del periódico El Nacional, el chavismo pretende intimidar a los medios de comunicación social. El temor a sanciones -penales o civiles- necesariamente desalienta a los ciudadanos a expresar sus opiniones sobre problemas de interés público. Por esa vía, se intenta desnaturalizar la libertad de expresión, vaciándola del núcleo de su contenido, y privándola de su función contralora en una sociedad democrática. Puede que la libertad de expresión sea el enemigo a combatir por cualquier dictadura; pero el afán de saber, y el deseo de estar informados sobre los asuntos de interés público, es un enemigo que no muere, incluso si para ello se tiene que recurrir al general rumor.


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