Han pasado tres meses. Una crisis geopolítica tan larga deja de ser una tensión pasajera, pierde el efecto sorpresa y con ella la contundencia de un golpe táctico. Es cierto que Putin tiene el beneficio del manejo de los hilos a largo plazo y por ende dispone de mayor reflexión estratégica. Por el contrario, las democracias liberales están condenadas a la perenne maldición del corto plazo, en otras palabras, la fecha de la próxima elección y el impacto de una posible mala o buena decisión en los votos.

No obstante, ¿va Putin perdiendo la jugada en Ucrania? Puede ser una pregunta osada ante las imágenes del enorme despliegue ruso en las fronteras. Cerca de 150.000 soldados, tanques, aviones, buques, submarinos, equipo bélico pesado, guerra cibernética, maniobras con Bielorrusia y todo cubierto por el manto mediático de información y desinformación del cual Moscú es un artista.

Pero tras tres meses de tensión, pareciera que Vladimir Putin no logrará sus objetivos y que el coste de una posible invasión de Ucrania sigue in crescendo. De igual manera, ¿por cuánto tiempo Joe Biden puede atizar la brasa de la invasión inminente sin que nada ocurra?

No es la primera vez que el temible oso ruso muestra sus garras en la frontera ucraniana, pero sí es la primera vez que plantea exigencias concretas. Esta vez, no solo intentan disuadir la entrada de Ucrania en la OTAN, también retrocede a 1997, antes de que los países de Europa Central y Oriental se unieran a la alianza militar liderada por Estados Unidos.

También recuerda oportunamente Rusia la promesa que se le hiciera a Gorbachov en ese momento y el cacareado “ni una pulgada hacia el este” de Bush padre y su secretario de Estado James Baker sobre la influencia de la OTAN. En ese momento Helmut Kohl, François Mitterrand, entre otros, aseguraban a Rusia que el desmantelamiento de la Unión Soviética no implicaría la formación de un amplio frente anti ruso a través de la OTAN. Es uno de los argumentos claves de Putin: “Engañaron a Rusia”.

Putin manipula callado, siembra el desorden en el campo occidental y apuesta a sacar provecho de la desunión y las contradicciones de Europa. A pesar de su habilidad, es evidente que el resultado más bien presenta un frente occidental unido, aunque con matices, tras la defensa de la soberanía ucraniana. El único país de la OTAN que se ha desmarcado es la Hungría de Viktor Orban quien, pescando en río revuelto, acaba de firmar un acuerdo de gas con Moscú a precios de socio y amigo útil.

Sin duda es muy temprano para decir que Putin ha perdido, pero el posible bluff del presidente ruso ha tenido varias consecuencias que no son motivo de celebración. El primero es que ha vuelto a implicar a Estados Unidos en Europa mientras estaba concentrado en su rivalidad con China.

Así, la administración Biden ha aprendido las lecciones de las críticas europeas, especialmente durante la caída catastrófica de Kabul del año pasado y el fiasco del submarino australiano con Francia. A todas luces, hoy juega en sintonía con sus aliados naturales. Washington también ha anunciado el envío de más tropas a Europa (aunque en números más que simbólicos) y promete severas sanciones. ¿Hasta donde se espera que llegue su rigor? Desde luego, Biden también se muestra aguerrido apuntando a cosechar la gloria del estadista campeón que resolvió la crisis geopolítica europea más importante desde la Segunda Guerra Mundial. Quizás así, los números en las encuestas de aprobación le brinden un respiro.

Incluso Emmanuel Macron, que hace dos años declaraba que la OTAN sufría de “muerte cerebral”, envía ahora soldados franceses a Rumania, en el mar Negro y lleva a cabo sus movidas diplomáticas, incluso con Putin, colocándole como jugador de peso en el tablero ucraniano (también con las próximas elecciones francesas en mente, claro está). Del lado de Boris Johnson, la oportunidad es propicia para desviar la opinión pública de sus cuestionadas fiestas durante las restricciones de la pandemia. Y es así como, muy a su pesar, Vladimir Putin no consiguió dividir a Occidente.

Putin, empero, aún no ha dicho su última palabra y es difícil saber qué hay en su cabeza. Se podría intuir que, tras más de veinte años en el poder, sufre de un efecto de “bunkerizacion”, es decir, se encuentra aislado, rodeado de generales y operadores políticos complacientes, temerosos de contradecirle. Sin embargo, hay varias señales inequívocas que desaconsejan una ofensiva a gran escala contra Ucrania, lo que no impide otras tácticas de desestabilización en esta «guerra híbrida».

En primer lugar, el altísimo coste económico e incluso militar de una operación de este tipo no sería nada despreciable para Rusia. Como ejemplo, se observa que desde su cúspide en octubre de 2021 y desde el comienzo de estas tensiones en noviembre, su mayor índice bursátil ha retrocedido 20% barriendo por miles de millones de dólares la valoración de sus empresas. Por otro lado, pensar en los efectos de la exclusión de Rusia del sistema SWIFT y el dólar estadounidense, nos daría un vistazo de la amplitud del daño en una economía globalizada.

En segundo lugar, China, apoyo indispensable de Rusia, no tiene ningún interés en una guerra en Europa que desestabilizaría su economía de exportación. Es claro que los dos países no tienen los mismos intereses en este sentido. Putin, quien visitó Pekín para la inauguración de los Juegos Olímpicos de Invierno, negoció una suerte de espaldarazo político de China lo cual no significa necesariamente una luz verde.

Lo que queda es ofrecer a Putin una salida para salvar su dignidad. Esto es quizás lo que permitiría un escenario de neutralidad para Ucrania o, más bien, de no alineación militar como el de Finlandia, quien, para calmar la hostilidad de su vecino soviético después de la Segunda Guerra Mundial, optó por moderar su entusiasmo por el Occidente liberal.

En este sentido, los esfuerzos se dirigen hacia la apertura de un diálogo directo entre Rusia y Ucrania con el patrocinio de Alemania, Francia y Estados Unidos y, lo que sería brillante de parte de Occidente, incluir a Turquía como facilitador (recordar que Turquía ha sido miembro de la OTAN por 70 años) e interlocutor “digerible” dada la cercanía que han mostrado Putin y Erdogan en temas estratégicos recientes.

Sería una versión mejorada del llamado Formato Normandía que tuvo lugar en junio de 2014 cuando Rusia, de un zarpazo le echó el guante a la península de Crimea. Aunque las reuniones no dieron resultados concretos, dio paso a los acuerdos de Minsk en 2015 y a la creación de un mínimo denominador común para evitar la escalada del conflicto.

Es una esperanza frágil, pero la diplomacia no ha dicho su última palabra.

Twitter: @A_Urreiztieta


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