Magdalena, mi vecina y amiga de juegos por los corrales de nuestras casas, murió cuando tenía 8 años. Mi misma edad. Y quedé arrasado de dolor pánico porque no sabía que también morían los niños, creía que era asunto solo de los adultos que recibían la visita de una mujer que los invitaba a viajar no sé a dónde. Pero la repentina e inesperada ausencia de Magdalena hizo que ella no volviera nunca más a tropezar en sus carreras por los patios y corrales. Hacíamos juntos las mismas tareas escolares, llenábamos de azul los mares y océanos en los cuadernos y dibujábamos la misma casita con inventadas chimeneas echando humo. Quedó de ella una muñeca de trapo tendida en la camita de su cuarto y cada vez que me ha tocado viajar hacia el oriente venezolano me detengo en la carretera y compro una muñeca de trapo hecha por manos campesinas y armo una compañía en la que Magdalena es una de ellas.

Me apena decirlo, pero con el tiempo ella se desvaneció, se hizo aire, una memoria que pareciera sobrevolar a veces, fugazmente y cuando menos se espera, en el fondo de mis estremecimientos. Se perdió en algún oscuro y estrecho pasadizo del tiempo y ocultó para siempre su pelo castaño y su frágil y pequeña corporeidad. Eso creía, pero hace poco la vi confundida con la numerosa y concentrada audiencia invitada por Katryna Henríquez, la generosa directora de la librería El Buscón, que colmó el Trasnocho Cultural para asistir a la presentación de La Historia no contada de Inés Muñoz Aguirre. Pero era y al mismo tiempo no era Magdalena. Era otra niña de la misma edad y al observarla me percaté de que no me veía, pero tampoco veía a nadie. Solo miraba el pánico, la muerte y el desaliento de las 20.000 personas que huían en 1814 hacia el oriente del país escapando de los furiosos seguidores de José Tomás Boves y sus delirantes propósitos de degollar a los blancos que encontraran a su paso. La presunta Magdalena de mi lejana infancia tampoco veía a Lesbia Quintero, la valiente editora del libro; ni a Inés, su talentosa autora; ni a Rafael Arráiz Lucca, nuestro celebrado escritor e historiador que presentó el libro considerándolo como una notable novela histórica que revive la peor tragedia humana ocurrida en la vida venezolana. La aterrorizada huida a pie desde Caracas hasta Barcelona; una Caracas devastada a su vez por un terremoto que la destruyó dejando a más de 20.000 cadáveres sepultados entre escombros. Familias enteras huyendo del espanto de la degollina, hundidas en los pantanos, devoradas por las fieras, mordidas por las culebras y agobiadas por fiebres implacables.

Es lo que no veía Magdalena en el patio de El Buscón, pero sí Úrsula, la niña que haciéndose pasar en el Trasnocho Cultural como mi amiga de infancia desapareció misteriosamente en plena huida a oriente y nadie sabe qué pasó con ella, nunca más se la volvió a ver y yo mismo, doscientos años más tarde, me entero de la existencia de Úrsula porque Inés Muñoz Aguirre la nombra en su estupenda novela histórica.

No hay niños en la historia política venezolana. Se trata de una áspera historia de hombres, generalmente militares, de barba y bigotes que jamás buscan niñas desaparecidas en medio de ninguna catástrofe, pero sí el poder que se atrinchera en el Palacio de Miraflores. ¡Sin embargo, acabo de saber que hay una!

Soy de naturaleza entrépita y por eso ruego a Inés que se empeñe nuevamente y me muestre a Úrsula para conocerla y permitir que Magdalena, sin que nadie la moleste, siga tendida en su cama como la perfecta muñeca de trapo que aún se remueve en mi mente y en mi corazón.


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