Foto Unimet / Luis Barragán

Escandalizado, el liderazgo universitario corre ahora proclamando sus desgracias. Se dirá que le faltó perspicacia y habilidad para sortear las dificultades de todos estos años, pero lo cierto es que emplearon las pocas que exhibían para evitar la confrontación con un régimen que ha revelado y materializado enteramente sus propósitos de acabar con el aula venezolana, incluso, empleando el lenguaje judicial.

Pocas voces advirtieron a tiempo de la crisis existencial de la universidad, diligenciando algunas propuestas que la dirigencia política tampoco entendió al sumergirse en unas circunstancias que las antojaron por siempre promisorias, desconociendo la naturaleza del propio régimen. La sola y oportuna celebración masiva y simultánea de las elecciones, apegadas al artículo  109 constitucional, hubiese disparado un proceso profundamente autonómico de liberación, cuyas consecuencias se hubiesen dejado sentir en el resto del país que desespera. Sin embargo, perspicaces y hábiles, los cohabitadores de ocasión y  de vocación juraron encontrar una fórmula de salvación: entregar a plazos nuestras casas de estudios, recibiendo jubilosos las tablets así no hubiere recurso alguno para asear siquiera los salones de clases.

El problema  no estriba solo en la deserción de estudiantes y profesores, el crónico déficit presupuestario, el deterioro de la planta física, o la extendida delincuencia común y política que la acosa, sino en la meta de convertir las universidades públicas en una variadísima quincallería de producción y distribución de bienes y servicios, (pdvalizándolas); reducidas al adiestramiento técnico, privilegiada la enseñanza virtual en el país de una extraordinaria brecha digital, (conatelizándolas); y forzadas a contribuir a la defensa del régimen, haciendo suya la doctrina de resistencia popular (milicianizadas).  Vedada toda sociedad de la información y de la economía del conocimiento estratégico, la universidad pública comunal le dará –más temprano que tarde– también alcance a la del sector privado, modificando la geopolítica del saber en la región, contentándose a lo sumo con una insólita maquilación de conocimiento blando.

La mirada convencional al problema en nada ayuda, al igual que el desempeño dirigencial y una rutina que en nada se compadece con los que defendieron nuestra vida republicana al defender a la universidad misma. Versamos sobre una responsabilidad y un compromiso que va más allá de la pontificación de bytes harto cautelosos.

A los que tengan a bien hacerlo, autoridades, profesores y dirigentes, requieren de una instancia de articulación real de tareas para reivindicar al aula en vías de extinción, más allá del covid-19. Una conferencia nacional de universidades, convincentemente representativa, constituye el capítulo inicial para una tarea que está inexorablemente asociada a la defensa de la libertad, de la democracia y de los valores occidentales en peligro, por lo demás, capaz de suscitar la atención y el apoyo decidido de la Unesco y de toda la comunidad internacional.

 


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