No ha habido flanco por el cual la tiranía de Maduro no haya golpeado la universidad. El ahogo presupuestario lleva tiempo arrasador (más de una década) galopando con inquietud devoradora la destrucción física y orgánica de las instituciones de educación superior. Hace años que el presupuesto, ya más nunca aprobado en la Asamblea Nacional ni en ningún otro ente, se destina al pago de nómina y algún otro mínimo requerimiento. Los planes de desarrollo han venido careciendo de sentido, así como los económicos. Esto se ha traducido en debilitamiento o quiebre de plantas físicas, bibliotecas, laboratorios, edificios de aulas, becas, sabáticos, investigaciones, desarrollos profesorales, servicios (comedores, transportes, atención médica); en fin, la reducción o el acabamiento de los principios fundamentales, de los objetivos raigales, de los centros públicos de altos estudios: investigación, docencia, extensión. Ninguna universidad pública resulta sólida hoy en Venezuela. Basta con asomarse y verlas.

En términos laborales, la debacle no ha sido escasa. Han provocado de modo inclemente la diáspora que asuela a nuestras instituciones. Sueldos de pobreza extrema (ninguno en la actualidad rebasa siquiera el medio dólar diario). Condujeron a huir, en estampida fatídica, sustancial parte del personal académico y de apoyo (trabajadores y obreros). En igual circunstancia encontramos la ahora mal llamada protección social,  estragada al máximo. Sin prestaciones, sin protección en salud, ni en ningún seguro, con cajas de ahorro secas en sus objetivos resguardadores, con institutos de previsión, sindicatos y gremios desvalidos también económicamente. Laboralmente, estás fieras resentidas, que ocupan por poco tiempo más el poder despótico, creen haber desaparecido la universidad.

La pandemia ha contribuido, sin duda alguna, a los fines del régimen de socavar más aún a los centros de estudio superior, diezmándolos, arrollándolos, propiciando o cuando menos no impidiendo acciones vandálicas en ellos. Toman incluso sus espacios, así sea por inmerecidos e ilegales momentos, violando también de ese otro modo su autonomía, como jactándose.

Ahora bien, mal puede corresponderle haciéndole alguna loa la universidad a sus destructores. Hemos visto algunas autoridades, gremios y sindicatos rogando mendrugos ante los verdugos, rogando modos electorales (indispensables luego de mucho tiempo contenidos los procesos de renovación de autoridades) a conveniencia de matadores y de muertos andantes. Buscando un modo, el que sea, para complacer su idea convenientemente política, impuesta, de que la universidad debe ser virtual ya, toda y siempre (a propósito de esto, sería indispensable la revisión concienzuda del informe Unesco del Instituto Internacional para la Educación Universitaria en América Latina y el Caribe, de este 13 de mayo). Ese no puede ser el sentido que le demos a esta lucha titánica contra quien nos devastó. Eso significa darle aires, ínfulas y un reconocimiento, incluso humano, que no merecen, que jamás merecerá criminal alguno, como si criminales no  fueran.

La universidad amerita recomponerse. Decantarse. Repensarse. Y estos tiempos de alejada cuarentena bien sirven para ello. ¿Dejó de funcionar? No. La universidad son sus profesores y alumnos, es ahora un ente ambulante, pensando y produciendo allí, donde estos estén. Pronto volveremos a articularnos en nuestros espacios físicos, viéndonos los rostros y tal vez abrazándonos.

Como con el malandraje carece de sentido establecer criterios, es indispensable darse un tiempo y aguardar con calma, aunque sin desmayo, la resolución más definitiva del conflicto que padecemos, adherida la pandemia; incluso, como universitarios, es indispensable proseguir las labores para desarticular más pronto que tarde, desde nuestros rincones de acogotados, la banda que desgraciadamente continúa impropiamente con el manejo del Estado. Acompañar a los conciudadanos en el soportamiento de las calamidades impuestas, así como de las que no: la cuarentena, el covid-19. Seguir en casa nuestro estudio, investigaciones, aportes e intercambios. Estamos, seguimos, pero momentáneamente desde otros lugares. A quienes desesperan más, probablemente los estudiantes, toca guiarlos en el sentido de entender cabalmente esta tragedia de la que no podemos ni queriendo sustraernos para complacer peticiones desencajadas.

La universidad, aunque destruida, está allí y aquí, regada pero activa. Suspendida, arrasada, pero no liquidada. Habrá que blindar legalmente la autonomía, habrá que atender las elecciones, habrá que crear los instrumentos y enfilar las acciones para, una vez acabado el trágico suceso histórico que nos tocó vivir, resurgir más fuertes, más conscientes, más activos, más valientes, con nuestras universidades recompuestas. La universidad venezolana ha soportado, sin desaparecer, las fauces de Juan Vicente Gómez y las de Pérez Jiménez. Se mantendrá incólume. El mal momento, la tribulación, pasará; investigaremos y daremos clase de ello en la universidad inmortal.


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