Las enfermedades y los malos momentos siempre están allí, frente a nosotros; la ominosa presencia es inevitable. Nunca anticipamos sus inesperadas apariciones, simplemente ambas se acercan y nos arropan con su manto. Como consecuencia de ello, el hecho contagioso o que puntualmente nos afecta es inevitable. Nosotros, seres humanos impregnados de debilidades y pequeñeces, no tenemos vela en sus intenciones por la infinitud de las variables. Lo anterior explica que nos veamos compelidos a cargar sobre nuestros hombros los terroríficos designios que se han definido con antelación. Lo más singular de la deplorable circunstancia es la sutileza de cada movimiento al iniciarse una acción en concreto: nunca vemos ni palpamos su ejecución a plenitud, pero sabemos de la misma en el instante en que la malignidad se extiende por todos los rincones del cuerpo afectado; es en ese punto que se tiene plena conciencia de lo que ha ocurrido.

Lo más sorprendente del proceso, cuando el mismo es orquestado con participación de la maldad política, es que la enormidad y variedad de los designios no tiene límite alguno. Tal y como ocurre en la Venezuela de hoy, el descalabro puede ser bestial. Una pequeña dimensión de eso último se le ha presentado a nuestros emigrantes, los cuales han experimentado la terrible situación de verse acompañados de almas perversas y atormentadas. Para ello, lamentablemente, no hay remedio alguno; tan solo queda aceptar que hay de todo en la viña del Señor.

En un diario de Panamá, donde actualmente me encuentro por razones familiares, leo la espeluznante experiencia que hace poco vivieron la venezolana Daina Ruiz y su familia. Ella, junto a su esposo y sus dos pequeños hijos, atravesaron la selva del Darién en búsqueda de un mejor lugar donde vivir. El objetivo principal de la peligrosa aventura es categórico: garantizar el futuro de su prole con una buena educación. Mas para eso debió pagar un alto precio: unos soldados encapuchados apuntaron a los niños con sus pistolas y los conminaron, al igual que al resto de sus acompañantes, a entregar el dinero que tenían.

Por desgracia, los malos momentos no se quedaron allí. Lo más difícil -dijo Daina- fue uno de los empinados cerros que tuvieron que subir. Allí casi se les va la vida. El avance fue muy lento, con sumo cuidado. Según ella, es algo terrible al solo recordarlo.

Mientras nuestros compatriotas son empujados a vivir las más desagradables experiencias para subsistir, en Venezuela explota la poderosa bomba de la corrupción revolucionaría. La magnitud del guiso (3.000 millones de dólares) es monumental y dice mucho de la incompetencia de un régimen que está condenado a desaparecer. Los altos cargos que desempeñaban los delincuentes ponen de manifiesto la incompetencia para gobernar de la élite revolucionaria.

Para la inmensa mayoría de los venezolanos, unas son de cal y otras de arena; pero para los delincuentes de la revolución bonita todo es en dólares contante y sonante.

@EddyReyesT


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