Una yanqui en la corte del rey Arturo

 En la universidad donde enseño, cuando la unidad de medida temporal era el semestre y nos ajustábamos al regocijo de que el tiempo rendía, di muchas veces historia universal contemporánea y una de las primeras lecturas que hacían mis alumnos era el prólogo a la Historia de Inglaterra y las naciones de habla inglesa de Winston Churchill. Lo pedía porque en esa introducción sin derroche estaban contenidos más de mil años, sostenidos por el peso de una monarquía duradera, y que ha hecho de la evolución el mejor argumento para construir una sociedad de libertades. En lugar de erigir patíbulos, las libertades inglesas fueron creando instituciones robustecidas durante siglos. Mas que ilusionistas políticos y prometedores de paraísos, esa nación ejemplar de industriales, comerciantes, pensadores, escritores y poetas fue sellando la suerte de sus asociaciones de tal modo que a ningún cantamañanas se le ocurriera poner a prueba su destino por una pesadilla con la historia la noche anterior. Baste decir que en 1689, con el Bill of Rights -uno de los momentos estelares del constitucionalismo occidental- el monarca se somete a la autoridad del parlamento. Pero con ese hito no se estaban sino restituyendo las garantías inauguradas por la carta magna. Lo que a los franceses les costó sangre y cabezas guillotinadas, a ese reino le significó un trámite administrativo. No quiere decir esto que la sangre no haya sido vertida en esa comarca. Y quienes se precian de caballeros en esa nación repiten con el historiador, sir John Easter Neale, que “muchas personas, miembros de cuyas familias han sido ahorcados y descuartizados, están acostumbrados a jactarse de ello”, porque uno de los atributos de la nobleza era precisamente la labor y devoción por el Estado. John Neale fue un historiador isabelino que dice de su biografiada que tenía “dos años y ocho meses cuando su madre fue ejecutada” pero que “ni la vergüenza ni el resentimiento se convirtieron en una llaga para su orgullo”. Con lo que el peso de las obligaciones que nacían de su origen se imponía ante todo pese al riesgo de su propio sacrificio.

Desde estas regiones equinocciales, el tema monárquico se ha visto siempre con desdén e igualitarismo. Hay cierta incapacidad para entenderlo por esa parejería de que todo el mundo deba ser igual. Nadie es igual a nadie, partiendo de la base de que nuestra complexión física nos hace distintos y únicos a cada uno de nosotros. Entonces, ¿a qué viene la liturgia permanente de la igualdad más allá de que lo seamos ante la ley? El tema de la igualdad, al que buena parte de quienes nos rodean está entregada a su ciega defensa, es otro más de los mitos de nuestro tiempo, porque no sólo no lo somos, nunca lo seremos sino que, además, la conciencia de la desigualdad es un motor para el cambio y el progreso. La igualdad detiene la historia a pesar de sus inexistentes ventajas que promueven socialistas y estatistas.  Lo más importante en la vida nuestra nunca ha dejado de ser la libertad. Cuando se examina la monarquía inglesa, sin calibrar su blindada solidez, se tiende a juzgarla por boca de los tuteadores de la historia, para quienes la pompa y la formalidad de la Corona están reñidos con la homogeneidad a la que muchos aspiran. Que existan privilegios para los nobles irrita, y las masas lo condenan a rabiar porque nadie puede ser mejor que nadie en este arrebato democrático. Esto no es más que un candor, además sin luces, porque no se mira con igual rigor, que los miembros de la casa real inglesa estén obligados a sostener una institucionalidad, en que la razón de Estado pesa más que todo propósito individual.

 Lo que funciona para los ingleses no funciona para todos. Cada pueblo tiene el gobierno que se merece (el gastrónomo Julio Camba incluía los restaurantes también en ese predicamento) y, sobre todo, el que le es propio. De allí que no se trate de una defensa de la monarquía británica sino una compresión de lo que les ha servido. De vez en cuando, la opinión pública que apuesta a la disolución de las tradiciones y al equiparamiento de todos, ve con gozo incidentes como los de la aventurera Meghan Markle, quien ha acusado de racista a la familia real, y ha confesado que estuvo al borde del suicidio. Estas deslenguadas declaraciones fueron facilitadas por la módica suma de 7 millones de dólares que CBS puso a resguardo en su cuenta corriente. Las mayorías apuestan al supuesto débil, al rebelde que infringe contra el convencionalismo y cree que las normas, las tradiciones, lo que conserva al mundo civilizado hay que derogarlo, cambiarlo y modificarlo bajo la acusación de estos tiempos en que todos aparecemos como edificadores de verdades. Si ingreso a un club, a una organización, pública o privada, me tengo que someter a su forma de ser, a sus reglas, y sobre todo a su historia. Pero el mascachiclismo americano y arrastrapié de su clase media, del cual Meghan es una de sus representantes, pretende que todo se vea desde la uniformidad globalizada. Más allá de que su historia pueda tener algún fondo de verdad, sus protagonistas han confundido la dimensión privada de sus vidas con la pública. La tradición de la Corona británica, su peso histórico, no cambiará por el berrinche de una advenediza que nunca supo dónde estaba parada. A mayor abundamiento, la exactriz ya venía con un historial de desencuentros con su familia directa. En las redes sociales, donde todo tiene eco y resonancia, he leído todo un memorial de quejas contra la Corona, hasta que “la monarquía se tiene que revisar”, como si esa institución hubiese sido la creación de un gerente de mercadeo que aplica una DOFA ante cualquier contratiempo surgido.

En la familia real inglesa sucede como en cualquier otra familia. Los hay brillantes, entregados al deber, así como débiles o disolutos. El inútil duque de Sussex, a los 36 años se queja de que le han retirado sus sueldos, y que solo se mantiene gracias a la herencia materna. Pues, ya sería bueno que se consiguiera un empleo si ha renunciado a sus obligaciones reales. Recuerda un tanto al parásito del duque de Windsor, un personaje históricamente prescindible, quizás hasta traidor a su patria por sus devaneos filonazis, quien logró vivir como un titular permanente de las revistas del corazón, más allá de las propias mesadas que le procuraba la Corona. El breve monarca relata en su libro de memorias, La vida de un rey, probablemente escrito por una pluma alquilada, que toda actividad intelectual le repelía y que prefería las actividades deportivas y los cocteles. Al menos él y su esposa mantuvieron una discreción y un recato que nunca causó daño a la institución a la cual siguieron debiéndose. Harry y Meghan, con sus nombres sacados de una comedia del cine B, se han dado a la tarea de destruir una institución que muy grande les quedaba. ¿Por qué igualmente el público le tiene antipatía al príncipe de Gales? Porque es un intelectual, un defensor de la tradición y de la lucha contra el cambio climático, y no anda de bufón en los tabloides sensacionalistas.

Nuestros apresurados tiempos prefieren siempre la “cariñosa elección del mal”. La frase es del admiradísimo conservador inglés, Edmund Burke, quien en su acusación contra la Revolución francesa apuntaba que “aquellos que intentan nivelar, arrasando las diferencias, nunca logran llegar a una sociedad igualitaria”. No creo, además, en las sociedades igualitarias; la propia realidad demuestra su inexistencia. Aquello que logra ser eficiente, como la monarquía para el Reino Unido, no tiene por qué ser cambiado. Y de eso se trata la evolución, siempre enfrentada a la despreciable revolución, que esparce su destrucción sobre lo enaltecido para desaparecerlo de un todo. Así, de pronto, se esfuman reputaciones, instituciones, sistemas y hasta países por la risible voluntad de un grupo de payasos que pide un cambio a toda costa.

@kkrispin


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