Es muy seguro que los minutos previos a la llegada de Gustavo Petro al Palacio de Miraflores le hayan parecido interminables a Nicolás Maduro. Y no era para menos. A pesar de que la agenda, parte de ella revelada de antemano por medios de comunicación y voceros oficiales de ambos países, ya había sido revisada y repasada, una y otra vez, con su círculo íntimo, Maduro no debió haberse sentido muy cómodo pensando en algunos temas que aflorarían durante el encuentro cara a cara con su nuevo vecino.

Por su parte, y luego de haber hecho esperar a Delcy Eloína más de la cuenta, mojándose toda ella bajo las escaleras del avión procedente de Bogotá, el presidente de Colombia vendría tal vez reflexionando en su trayecto desde Maiquetía acerca de los inconvenientes y costos políticos que esta aventura le habría de procurar, pero también sobre las oportunidades potenciales.

Se podría decir que tanto Petro como Maduro muy bien supieron interpretar sus guiones. En un ambiente caracterizado por la cordialidad, pero visiblemente carente de verdadero entusiasmo, cada cual mostró sus cartas en un momento que compartieron con la prensa, luego de dos horas de reunión privada de trabajo.

Nicolás, mucho más retórico, insustancial y superficial, hizo una mezquina relación de lo que consideró una fructífera reunión en cuanto a los temas de la cooperación bilateral y regional; entre otros,relaciones comerciales y económicas, y los nuevos pasos hacia la apertura total y segura de la frontera entre Venezuela y Colombia; lucha contra el narcotráfico; regreso de Venezuela a la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y fortalecimiento de la comunidad de estados americanos (nada que ver con la OEA), y del Tratado de Cooperación Amazónico; así como la formulación de una posición común de los dos países, con miras a la reunión de la Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP 27), a celebrarse a partir del 6 de noviembre en Egipto.

Por supuesto, Maduro volvió a refugiarse en su aburrida y acostumbrada retórica sobre la hermandad histórica, entendimiento y destino común de los pueblos de Colombia y Venezuela. Tal cual como su difunto mentor.

Petro, en cambio, marcó de forma más sustantiva el ritmo, tanto en su reunión privada como en su alocución ante la prensa, siendo bien directo y específico. De entrada, dejó saber su preocupación fundamental que no es otra que la seguridad fronteriza. Bien remarcó la necesidad de recuperar ese espacio de 2.219 kilómetros que está actualmente en manos de “las mafias y organizaciones criminales”.

Sobre este tema, Maduro no pudo más que voltear para otro lado, consciente de ciertas culpas y oscuras asociaciones. En todo caso, un eslabón de gran importancia para el proyecto de la paz total de Petro, tomando en cuenta el papel de primer orden que juega la insurgencia, entre otras, la del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en todo ese espacio de caos y anarquía, por cierto patrocinado y amparado por el gobierno de facto venezolano, que, paradójicamente, fungirá como facilitador de las futuras negociaciones entre las partes colombianas.

Y como parte del disimulo de Maduro y sus asesores, dos referencias importantes sobre la creación y activación de mecanismos conjuntos de seguridad a lo largo de la frontera común fueron incluidos en la escueta declaración final de once (11) puntos. Claro está, algo muy vago que no compromete demasiado a Miraflores, pero sí un punto de honor para el presidente de Colombia.

Otro de los momentos de incomodidad para Maduro lo provocó Petro al referirse a la necesidad de reincorporar a Venezuela al sistema interamericano de derechos humanos, algo que quizás el mandatario colombiano podrá explicar mejor eventualmente, pero que para cualquier observador resulta un absurdo por todas las deudas pendientes que tiene el régimen con la justicia nacional e internacional. Nadie con un dedo de frente puede imaginar a un régimen como el de Maduro en un acto de “perfecta contrición” y rendición de cuentas por todos los daños causados a miles de víctimas venezolanas.

Pero, claro, Gustavo Petro, por ahora, y así parece haberlo revelado su visita, lo que desea es hacer valer su tesis de que es mejor integrar que aislar al régimen madurista, uno de los tantos vectores que tendrían como fin último crear un espacio de paz, cooperación, equilibrio y mayor seguridad en la región; y eso explica también el porqué de la otra propuesta del presidente de Colombia de reincorporar a Venezuela a la Comunidad Andina de Naciones (CAN). Obvio es que aquí también imperarían intereses de tipo comercial, una suerte de reinstitucionalización que ponga orden en los espacios fronterizos de intercambio.

Por cierto, ninguna de estas dos propuestas apareció en la declaración final firmada el martes 1° de noviembre en Miraflores. Respecto a la integración de Venezuela al Sistema Interamericano de Derechos Humanos, Maduro, muy zamarro él, se limitó a decir que había sido muy receptivo y que así sería en el transcurso de las próximas semanas. ¡Ni él mismo se lo creyó!

Un dato muy curioso, pero que sorpresivamente apareció en la declaración final sin mucho alboroto (punto 10), expresa el deseo de éxito, de parte del propio Gustavo Petro, a la reanudación de la mesa de diálogo entre “el gobierno de la República Bolivariana de Venezuela y la oposición venezolana”. Incluso, en el texto de la declaración, el presidente de Colombia se pone a la disposición del proceso. Pero un detalle importante que no debe pasar inadvertido es la no referencia al término mesa de diálogo en México. ¿Algo intencional? Muchas interpretaciones pueden derivarse de ello.

En todo caso, muy contentos estarán en Washington de que un apartado de esta naturaleza haya aparecido en la declaración final, sobre todo por las reiteradas solicitudes de la administración Biden al nuevo gobierno colombiano, para que de alguna manera convenza a su par venezolano de retomar el proceso de negociaciones con la oposición.

La visita oficial de Gustavo Petro a Venezuela es un ejemplo palpable de que no es fácil medir verdaderas intenciones. Es justo preguntarnos: ¿Responden las acciones del gobierno de Petro a una operación de limpieza de la más que estropeada imagen internacional del régimen madurista? Pudiéramos decir, eso que llaman la condescendencia automática de las izquierdas, y que responde en rigor a la idea de reinsertar sin mucho trauma a Venezuela en un espacio regional de relaciones que hasta hace poco le ha sido esquivo, y, muy en particular, en momentos en que un nuevo ciclo progresista ha irrumpido con fuerza en el continente.

Si es así, ¿es posible para Petro hacerse el despistado ante el grueso expediente de un estado forajido y delincuencial, violador de los más elementales derechos humanos y acusado de crímenes de lesa humanidad, que ha puesto probadamente en peligro la paz, estabilidad y seguridad del continente? Ya Gustavo Petro -y su viaje a Caracas parece un indicio más-, ha mostrado estar dispuesto a asumir los costes políticos de su acercamiento a Caracas. Críticas abundan desde dentro y fuera de Colombia, pero el mandatario pareciera tener una hoja de ruta inquebrantable.

O, viéndolo desde otra perspectiva: ¿Será más bien una movida de Petro que, implicando la reinserción de la Venezuela de Maduro, particularmente en el contexto regional, pretenda de alguna manera llevar al régimen a una especie de callejón sin salida, donde tenga que rendir cuentas y apegarse a mecanismos de resolución política? Aunque esto último parezca ingenuo, es sabido que en política a veces la liebre salta por donde uno menos lo espera. En ocasiones el cúmulo de presiones, incluso las muy blandas, surten efectos inesperados.

Como quiera que sea, todavía es muy temprano para sacar conclusiones. Lo que sí podemos asegurar es que la nueva luna de miel entre Colombia y Venezuela lejos está todavía de superar la prueba de los primeros años de matrimonio.

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