Foto RAÚL

Abría septiembre. En la terraza del hotel Mirador de La Franca, tras la cena compartida, estaban reunidos, de la mano del azar, un grupo de periodistas, investigadores científicos y profesores de primer orden. Alguno había sido ministro al comienzo de la Transición; otro, diputado constituyente; varios, embajadores de España, en diversas partes del mundo; el rector de una universidad importante; un astrofísico de talla mundial; el más influyente investigador del CSIC en los últimos años; una ingeniera experta en el ámbito de la energía; un conocido historiador; dos grandes economistas y tres destacados periodistas. Casi todos pertenecían a una o más de las Reales Academias nacionales.

Empezaba la noche, el ruido del mar y la temperatura más bien fresca creaban un ambiente agradable. En la retina seguían vivas las imágenes luminosas, de unas horas antes, de la playa recoleta, de singular belleza, que tenían ante sí; unos pocos miles de metros cuadrados de finas arenas blancas, cerrada en sus extremos por los acantilados de Santiuste y de la Rasa de Pimiango. Pronto la conversación discurrió por los aspectos más significativos de la situación nacional e internacional. Allí, donde los indianos habían construido un balneario, ya en el siglo XIX, parecía obligado evocar espacios lejanos; nuevos mundos para la esperanza. La cuestión acerca de los desafíos y posibilidades del universo, al que empezaba a llegar la vista del hombre, gracias al James Webb, dio pie a una estimulante reflexión de García, nuestro observador, pendiente siempre del cielo, para entender mejor la Tierra. Ahora arranca –aseguró– la mayor revolución científica. El ser humano se mostrará más grande o más pequeño que nunca.

Alguien preguntó, tal vez el historiador, ¿qué papel juega España en el mundo de hoy y qué podrá hacer en ese futuro deslumbrante? Cumbre y sus colegas Ortiz y del Pozo hicieron un balance de presente, poco alentador. Falta una política de Estado en el ámbito internacional que, impulsando el mundo iberoamericano y reforzando nuestra presencia en Europa, mejoren la posición española en Asia-Pacífico. ¿Y en el norte de África? Los últimos movimientos del gobierno han sido, cuando menos, desconcertantes.

Seguidamente el cambio climático y la pandemia centraron la atención general. En cuanto a lo primero Gómez, el viejo profesor más joven de España, mostró la necesidad de mantener la supervivencia del planeta, sin dogmatismos, evitando discursos apocalípticos. Aunque en lo concerniente a las cuestiones energéticas la posición más pragmática fue la de Soria, al defender la necesidad de la energía nuclear. Llegó entonces el turno del coronavirus. Sánchez, el especialista de la batalla contra la covid, no confundir con el gestor del desastre, nos enseñó, con rigor y claridad, las respuestas a muchas de las interrogantes que, de manera más intuitiva que informada, nos preocupaban. Supimos además la medida del impacto demográfico, escuchando a nuestro compañero Antolín. Incluso nos enteramos de sus secuelas económicas, a día de hoy, gracias a Guglieri.

Aprender escuchando, placer casi extinguido ante la bulla cotidiana. Fuera de aquella terraza, donde imperaba la reflexión ponderada, todos los asuntos tratados tomaban mil caras. La propaganda deformaba lo ocurrido a su antojo. Los medios de comunicación, y de «manipulación», se habían convertido en los árbitros de la realidad. Ramonde, Paco García y María nos guiaron, desde su experiencia, por los complicados vericuetos de la prensa, la radio y la televisión. Aunque el mayor peligro eran ya las «redes sociales», esa especie de grafitis audiovisuales sin el menor contraste. La política, asentada en tales instrumentos, se ha vuelto cansina, vieja y preocupante. En su empeño de mantener el poder, reaviva hábitos de las peores épocas. Su objetivo es destruir al opositor, convirtiendo en enemigos a los que deberían ser únicamente adversarios. Aparece entonces, inevitablemente, la tendencia totalitaria. Ante esta amenaza el exministro nos interpeló ¿necesitamos hoy defender la libertad?

La velada había transcurrido agradablemente, pero, a partir de ahí, empezó a generarse cierta inquietud, no exenta de tristeza. La imposición de la memoria histórica, rebautizada democrática, nos traslada a un mundo bien distinto del que habíamos repasado sus problemas y sus posibilidades, sus angustias y sus esperanzas. Vino a nuestra mente el recuerdo de otra velada de muchos años atrás en circunstancias bien distintas. La imaginada de Benicarló, hace más de ocho décadas, cuando se extendía por toda España la violencia causante de los muertos que aún nos seguimos arrojando unos a otros. No se libró ni La Franca.

Encerrando el pasado en una sola de sus partes, los españoles no podrán comprender por qué sus antepasados se mataron salvajemente durante tres años. Esa historia es una acción estúpida. Ajena, cuando no contraria, a la inteligencia humana. Palabras de Azaña del que resuenan otras necesarias, aunque tardías, en aquellas circunstancias: paz, piedad, perdón. Hoy deberían ser tolerancia, respeto, solidaridad y, como entonces, verdad.

Artículo publicado en el diario La Razón de España


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