La industria alimentaria es uno de los sectores fundamentales de la economía a nivel global. Eso es así por dos razones de peso: la magnitud de la producción y el elevado número de puestos de trabajo que genera. Su actividad descansa plenamente en la producción agrícola, ganadera y pesquera. De manera que si el procesamiento y traslados de los alimentos se ven afectados de manera negativa, por hechos de la naturaleza o de cualquier otro tipo, la industria como un todo se perjudica, al igual que la población consumidora.

Hay, sin embargo, otro aspecto del negocio que también cuenta: las políticas económicas puestas en práctica por los gobiernos de cada país. Si ellas desembocan en hiperinflación, irremediablemente la nación se verá en gran aprieto.

Pues bien, los dos males antes indicados los encontramos presentes hoy en Venezuela. Son verdaderas desgracias para los que acá vivimos. No obstante eso, la dictadura pretende evadir dicha realidad centrando la atención del pueblo en una falacia: el triunfo que consiguió hace un par de semanas al abortar la infausta invasión de “Bahía de Cochinos II”, a la cual dediqué mi artículo del pasado sábado.

Vanas han sido las acciones que ha puesto en práctica la revolución bonita para garantizar la producción agrícola necesaria de nuestro país y satisfacer las necesidades alimentarias del pueblo. Ahí está, por ejemplo, la flamante disposición contenida en el artículo 306 de nuestra refulgente Constitución de la República Bolivariana de Venezuela.

En dicho precepto normativo se establece –palabras más, palabras menos– que el Estado promoverá la agricultura sustentable a fin de garantizar la seguridad alimentaria de la población, la cual debe ser entendida como la plena disponibilidad de alimentos en todo el país y el acceso oportuno y regular a estos por parte de los consumidores.

Se trata, sin duda, de una declaración de principios loable que en el curso de los años ha devenido en letra muerta. Ya para el año 2017, en un estudio de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO por sus siglas en inglés), se puso en evidencia que la proporción de población en situación de hambre en Venezuela había crecido sostenidamente desde 2010 hasta 2017.

Hoy el fenómeno es inocultable por las legiones de mendigos de todas las edades que escarban en los recipientes de basura en búsqueda de cualquier desecho de comida. A esa desventura se agrega ahora la falta de gasolina que impide transportar la actual producción alimentaria a mercados, supermercados y centros industriales de procesamiento, lo que puede conducir a una hambruna descomunal.

La realidad anterior no es más que la resulta del proceso de destrucción de la industria petrolera (la gallinita de los huevos de oro) que dio al traste con lo único que le generaba una riqueza estable a la dictadura roja primero y al resto del país en un segundo plano. Hoy Petróleos de Venezuela languidece exhausta y su recuperación exige enormes esfuerzos y torrente de dinero que la claque roja no posee ni está en condiciones de recibir de instituciones financieras como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, entre otras.

Tampoco los aliados chinos, rusos e iraníes están dispuestos a proporcionar el apoyo requerido, si no hay el oro, coltán o diamante suficiente para cubrir en especie los costos requeridos por su ayudita. Esa actitud solo se entiende por el arraigo que tiene en la cultura de esos pueblos el sabio principio que postula: “no hay almuerzo gratis”.

Mientras el terrible drama avanza al encuentro de su inexorable destino no es exagerado imaginar la rutina del «supremo» en su guarida secreta, hoy sábado. Se levanta pasadas las 9:00 de la mañana porque anoche estuvo pegado a la pantalla panorámica del televisor de su recinto secreto, viendo la última serie de Netflix. Le despertaron las ganas intensas de comer empanadas en sus variantes más apetecidas: carne mechada, camarón y queso llanero rallado con tajadas.

Toca un timbre y de inmediato se hace presente en su aposento el oficial encargado de la custodia; procede entonces a transmitirle su deseo. Justo cuando el militar da un giro para retirarse le indica que aparte también le sirvan una ración generosa de caraotas negras con un toque de crema de leche, acompañada de chicharrones bien tostaditos, y su imprescindible café Juan Valdez gourmet del Huila. Dirigiendo la mirada hacia el techo blanco impoluto de la habitación, se pasa la mano por la barba hirsuta y agrega: “Que también me sirvan una jarra de batido de guanábana endulzada con azúcar morena; ahora estamos en plena temporada de esa fruta exquisita”.

Al momento en que esos antojos se satisfacen, sin restricción alguna, la vida de nuestro pueblo está hecha un guiñapo. También la revolución experimenta similar degradación: en este instante ella no es más que una noria exhausta que persiste en dar su última vuelta.

@EddyReyesT


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