Un destacado político inglés del siglo pasado, el conservador Enoch Powell, dijo una vez que “todas las carreras políticas terminan en fracaso”. Parafraseándole, podríamos decir que “todas las revoluciones terminan en fracaso”. Sin embargo, una cosa es el fracaso y otra la absoluta esterilidad.

En un importante sentido puede afirmarse que las revoluciones en Francia, Rusia, China y Cuba fracasaron y culminaron en terror, opresión y desencanto; pero no fueron totalmente estériles y durante un tiempo generaron una epopeya y un mensaje de amplio alcance, acometiendo ambiciosos proyectos y suscitando sinceros compromisos y esperanzas.

En franco contraste, la revolución chavista no solo ha fracasado de manera evidente, demoliendo a un pueblo y a un país que vivieron tiempos mejores, sino que ha sido una experiencia estéril, vinculada desde sus inicios a la división entre hermanos, la violencia y la muerte. Nada redime o puede redimir un proceso que ha expulsado a millones de su tierra, arrojándoles al exilio sin el más mínimo remordimiento, hundiendo de paso a nuestra sociedad en la penuria y la degradación. Esto es prueba de fracaso, pero a lo anterior se suma que la llamada revolución bolivariana ha sido incapaz de producir un mensaje o suscitar una reflexión de contenidos o impacto medianamente respetables. Sus presuntos y esporádicos logros iniciales estuvieron estrechamente vinculados al despilfarro petrolero. Nadie la defiende hoy sino por interés, y nadie se atreve a proclamarla como la aurora de un tiempo superior en el plano social, ético o político. El socialismo del siglo XXI devino con rapidez en sinónimo de envilecimiento.

¿Cómo entonces se sostiene en el poder? Tres términos ayudan a explicarlo: represión, corrupción y sumisión. La represión es el eje de la acción de un régimen que humilla a los venezolanos y que concentra buena parte de sus más eficaces recursos en la tarea de asfixiar la disidencia. El miedo es su instrumento clave de dominación social y la contrapartida del miedo es la corrupción, enfocada hacia sectores cuya cooperación se considera útil y cuya posible resistencia es silenciada mediante el uso del dinero, los privilegios y –de ser necesario– la intimidación.

El tercer ingrediente de esa mezcla, dirigida a asegurar el control político, es la sumisión de los más necesitados mediante los mecanismos de distribución de los elementos vitales para la subsistencia, como los alimentos y las medicinas. Nada más ofrece o desea ofrecer la estéril revolución chavista. No hay convicción en quienes la dirigen, sino crudo interés; no hay adhesión honesta en quienes pretenden seguirla, sino disimulo. La aridez ideológica de esta dolorosa experiencia histórica solo se equipara a la infertilidad de sus propósitos.


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