En una escena de Annie Hall, Alvy Singer (Woody Allen), un humorista de club nocturno aparece tumbado en la cama, exhausto tras haber hecho el amor. «¿No te importará que haya tardado tanto en acabar?», le pregunta la chica.

—No –responde Singer con humor–, no seas tonta, ya empiezo a recuperar la sensibilidad en la mandíbula.

—Hacer el amor contigo es toda una experiencia kafkiana– dice ella.

—Gracias, responde sorprendido.

—Eso lo digo como un cumplido– concluye su amante.

El adjetivo kafkiano se ha integrado en el léxico de muchos idiomas, pero lo sorprendente en este caso es que alguien lo considere positivo. En general lo reservamos para calificar algo, especialmente una situación, con las notas de la angustia y del absurdo. Y no hay más que haber leído alguna de las obras principales de Kafka para darse cuenta de por qué este uso común tiene sentido.

El mito kafkiano consiste en que alguien se ve sometido inesperadamente a una situación que le implica radicalmente, un tipo de proceso del que es incapaz de advertir su origen, su razón de ser y, menos aún, su finalidad. Un infortunio que interrumpe la vida y que finalmente termina mal, casi siempre con una muerte violenta. La metamorfosis, La condena, El proceso, por citar los más conocidos de entre sus relatos, son variantes sobre un mismo tema. Pero, la cifra de lo kafkiano acaso se encuentre en estado puro en el texto que publicó más veces en vida, me refiero a la parábola «Ante la ley» sobre la que volveré al final de este artículo.

Este año recordaremos el centenario de la muerte del escritor en un sanatorio a orillas del Danubio y puede ser un momento adecuado para releerlo y repensarlo, dando un paso adelante en la búsqueda del sentido de una obra que, trascendiéndolos, resulta inseparable de la vida del autor y del momento histórico en el que se realizó.

Franz Kafka nació en la ciudad de Praga en el seno de una familia judía. Su padre, de origen humilde, había prosperado a fuerza de trabajo y se instaló como pequeño comerciante en la capital bohemia. La madre pertenecía a una familia de financieros presentes en proyectos internacionales como el Canal de Panamá o la ampliación de la red ferroviaria española (todavía hoy se encuentran descendientes de esta rama –los Löwy– en la ciudad de Madrid).

Al matrimonio Kafka-Löwy le separaba el abismo cultural que se abría entre las aldeas o ‘shtetlej’ hebraicos, a los que pertenecía el padre, y el mundo cosmopolita de sus tíos maternos. Pero no fue ésta la única grieta que atravesó la estructura de su personalidad, en la medida en que, siendo de la minoría alemana de Bohemia, a su vez, dentro de ésta, era de la minoría judía. Doble exclusión: alemán entre checos, judío entre alemanes; subjetivamente, un paria. Desde el punto de vista psicológico, la falta de relación con su padre, la mutua incomprensión –descrita en La carta al padre– acabó de socavar su espíritu y de situarlo en el lado oscuro de la vida. El desarraigo truncó su vocación literaria, su afectividad y el deseo de fundar una familia, llevándolo a enfermar de tuberculosis, afección que paradójicamente le liberó de alguno de sus traumas pero que le condujo a una muerte prematura un mes antes de cumplir los 41 años.

Por debajo del mito kafkiano late una negatividad identificable con la maquinización y el exceso de burocracia, hoy día más presentes que nunca a través del mundo digital. Pero, a mi juicio, lo que hace de ese mito algo actual, en el sentido filosófico del término, convirtiendo la obra de Kafka en clásica, es el modo en el que advierte la fractura entre la espontaneidad de la vida y su aniquilación mediante la cultura (y en particular, mediante la cultura escrita).

Nueve décimas partes o más del pasado de nuestra especie se han desarrollado en un contexto de oralidad. Entonces prevalecía lo común, el individuo encarnaba un rol previamente asignado que se transmitía generación tras generación. Con el surgimiento de la escritura, en la edad del bronce, el individuo, cuando no directamente el yo, toma la parte central del escenario vital, confundiéndolo todo. La condición humana se achica desde entonces en el egoísmo y la autosatisfacción. Se rompe el flujo natural de la vida y nos resulta inadmisible nuestra condición de miembros de un grupo (sea político o familiar). Para Franz Kafka, en eso consiste el sentido trágico de una vida marcada por la incompatibilidad de la idea del matrimonio y la familia con la necesidad imperiosa de escribir. Ese antagonismo, detectado en todas las tradiciones culturales y religiosas, comenzando por los egipcios (que identificaban escritura y muerte) y los griegos (Platón), Kafka supo renovarla con el ropaje de la contemporaneidad.

Cada uno tiene que elegir entre el ensimismamiento o una asimilación al entorno que nos despersonaliza. Aparece la culpa y somos procesados, en el fondo, por nosotros mismos. La felicidad humana, eso que llamamos realización o autenticidad, resulta inalcanzable y lo más específicamente kafkiano parece ser la conciencia de esa imposibilidad.

Kafka ha sido interpretado y sobreinterpretado. Y se producen avances en esta interpretación convencional que, siendo aceptable, subraya el lado oscuro de lo kafkiano. ¿Existe otro modo de entender a Kafka y su obra? Al menos existe la posibilidad de, atenuando la negatividad, señalar un punto de luz.

La parábola «Ante la ley» forma parte de El proceso y a la vez se publicó como un relato independiente. Cuenta la vida de un campesino que llega a una puerta (la puerta de la Ley) con el deseo irrefrenable de franquearla. Pero hay un guardián que le disuade de mil modos. El campesino vende todo lo que posee, trata de corromper al vigilante, pero no se atreve a entrar. Un día, desde el umbral, entrevé una luz esplendorosa. Enceguecido por viejo, ha gastado su vida en quedarse a las puertas. Y, a punto ya de morir, oye la voz atronadora del guardián que le dice al oído: vas a morir, voy a cerrar la puerta para siempre y que sepas que esta puerta estaba destinada exclusivamente para ti. La interpretación convencional de la parábola resulta casi evidente. Pero hay otra más positiva, que Allen intuyó, y que pasa por atreverse a pensar que el campesino presiente que, tras la puerta, está su destino e, incapaz de llegar a la plenitud que esa luz interior anuncia, opta no obstante por entregarlo todo y apostarse lo más cerca posible de la puerta, esperando a pesar de la desesperanza.

Artículo publicado en el diario ABC de España


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