Se dice que los militares usualmente se preparan para la guerra que acaba de concluir, pero no solo son ellos los que con frecuencia se estancan en el pasado. Esa fijación con esquemas que la realidad ha dejado atrás afecta también a los estudiosos de la geopolítica y analistas de la política internacional. Un buen ejemplo lo proporciona la llamada “nueva guerra fría”, que es un intento de aplicar a las circunstancias actuales parámetros que prevalecieron en el pasado, pero que o bien se extinguieron o han sufrido una transformación fundamental.

Lo que en su momento y hasta el fin del comunismo soviético se entendió por guerra fría tuvo características propias. La primera fue la bipolaridad entre dos superpotencias, situación que dejaba poco espacio a los actores secundarios en el tablero mundial. La segunda fue la preeminencia de la amenaza de extinción termonuclear como horizonte de la confrontación. La tercera fue el enfrentamiento suma-cero como patrón del conflicto entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Esto quiere decir que lo que era ganancia para uno significaba una pérdida total para el otro, lo que reforzaba ciertos rasgos estáticos del sistema global. Esto llevaba, en cuarto lugar, a que los aliados de ambos bandos fuesen considerados como peones del ajedrez, y que tales peones se sintiesen de hecho como tales. Por último, la original y genuina guerra fría abría un terreno amplio al uso de la fuerza militar, en muchas ocasiones con grandes costos y pobres resultados.

Las piezas del tablero internacional se han movido, y queremos enfocar la situación que hoy prevalece a través de la relación geopolítica entre Estados Unidos y América Latina. Importantes cambios se han producido desde que se hundió el comunismo soviético y pueden constatarse en varios planos. Para empezar, y en vista de la nueva flexibilidad del sistema mundial, Washington es ahora más selectivo y cuidadoso en la definición de sus intereses vitales de seguridad nacional, y más cauteloso en cuanto a su disposición a incurrir en costos humanos y materiales en guerras de imprecisos objetivos e indeterminada duración. América Latina ya no es vista como un patio trasero al que debe protegerse como si se tratase de un inválido. Al igual que en el Medio Oriente, Washington espera que sus aliados asuman una responsabilidad mayor en la protección de sus propios intereses y en sus respuestas ante los retos a su seguridad nacional.

Por otra parte, Estados Unidos tiene una actitud menos rígida con respecto a las incursiones de sus principales rivales geopolíticos, China y Rusia, en zonas geográficas que en otros tiempos eran percibidas como cotos de caza privados. Los inmensos costos en vidas y dinero de aventuras que se mostraron infecundas, como las guerras de Vietnam e Irak, han dejado entre las élites y la ciudadanía norteamericanas un sabor muy amargo, contribuyendo a una postura geopolítica desconfiada y prudente.

¿Que Rusia y China se empeñan en asociarse al régimen depredador de Nicolás Maduro, haciéndose cómplices de sus sistemáticas violaciones de los derechos humanos y la ruina de lo que alguna vez fue un país próspero y democrático? ¿Que Rusia y China se empeñan en arriesgar importantes inversiones e incurrir en deudas impagables, con el propósito de molestar a Washington?

En otros tiempos, durante la verdadera guerra fría, la respuesta de Estados Unidos habría sido más asertiva; pero en las actuales condiciones, y si Moscú y China no cometen la estupidez de desplegar armamentos nucleares en Venezuela, Washington se mueve y se moverá con sigilo y midiendo sus pasos. Al fin y al cabo, llegó la hora de aprovecharse de las torpezas y torcidas ambiciones de sus tradicionales adversarios.

¿Para quiénes es un mayor peligro, una mayor amenaza, un más claro e inmediato desafío de seguridad nacional el desastre venezolano? ¿Para Washington o para Bogotá, Brasilia, y otros países latinoamericanos? La gravedad de lo que está pasando, los millones de refugiados aglutinándose en Colombia, Brasil, Perú, Ecuador, Chile, y la crisis humanitaria que ello implica, ¿no constituyen acaso una especie de casus belli, de motivo concreto para una respuesta contundente frente a un peligro claro y evidente, para países que se presumen serios pero que en realidad siguen esperando que Washington les saque las castañas del fuego?

No se trata de menospreciar lo que países hermanos en América Latina han hecho y hacen por los venezolanos. Tenemos hacia ellos una deuda de gratitud. Se trata de poner las cosas en perspectiva y entender que no vivimos una nueva guerra fría, que los parámetros han cambiado, y que venezolanos y latinoamericanos en general tenemos que poner los pies sobre la tierra. Washington ha sido, es, y será solidario, y bastante hace para ayudarnos. Pero somos nosotros y los países circundantes los principales responsables de nuestra liberación.

 


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