El Mural vetado en Bogotá

Los artificios de difusión han notificado que en Bogotá fueron borrados, por terceros no vinculados a sus autores, un par de objetos pictóricos que tenían como sujetos el gobierno de Iván Duque y el Ejército de Colombia. Uno era una obra de arte; el otro, sin duda, un instrumento propagandístico para continuar la campaña de desprestigio del Ejército emprendida desde los años de la firma del pacto FARC-Santos.

En septiembre el Salón Nacional de Artistas había aceptado una propuesta de Paola Gaviria, alias Powerpaola, ilustradora y escritora acreditada en el sector del arte por haber ejecutado, durante dos semanas, en París, una acción artística interdisciplinaria dibujando lo que veía a su alrededor mientras permanecía enjaulada en un armario de vidrio; y Lucas Ospina, hijo de la gran fotógrafa Vicky Ospina y un falso actor hermano del recién fallecido proyectista de Cali Wood, empresa quimérica que ficciona la existencia del cinematógrafo en un lugar de terratenientes, aplicados a la neoesclavitud de las razas originarias y los afrodescendientes.

Pintada contra el Ejército promovida por Movice

Lucas, profesor de la Universidad de los Andes, es, por ventura, el más serio y eficiente crítico nacional de arte de nuestros días, autor de numerosas interpretaciones sobre la incidencia de las ideologías políticas y la corrupción en el arte que se hace en Colombia, o se fomenta desde las instituciones del Estado. Uno de esos textos ejemplares, por citar una muestra de su faena, confecciona un perfil del tramposo, corrupto y catatónico Antanas Mockus, como artes/ano político, muy superior en sus obras a otros demagogos plásticos como Belisario Betancur, productor de un espectáculo colectivo denominado Retoma del Palacio de Justicia, o César Gaviria, maestro del arte ilegal, cuya gran obra sigue siendo La Catedral de Pablo Escobar y el Bombardeo ficticio de Casa Verde. Reciente es también su interpretación de las acciones del actual presidente colombiano, como operario mudo de la elocución, o el arte de hacer del habla una partitura congelada de la pronunciación, el estilo y el tono, cuando todo lo que dice puede ser cierto, pero a nadie convence.

Gaviria y Ospina estuvieron trabajando en la pared que da a la Avenida 19 de la capital colombiana, del inmueble donde la embajada norteamericana inició, hace siglos, la enseñanza del inglés. Pero el Colombo Americano de Bogotá es el único de los Colombos que no está tutelado por los gringos de la embajada, sino por un grupo autónomo, que financia, con dineros de sus enormes ganancias, actividades culturales. Durante años, bajo la dirección de la esposa del propietario de la Casita Roja de Davivienda, fue prácticamente el centro cultural de la capital, tanto en exposiciones, como eventos culturales, e incluso, políticos.

Los artistas Ospina y Powerpaola decidieron, como sucede en todas partes donde hay “libertad de expresión”, es decir Hong Kong, hacer críticas a los poderes centrales y pintaron al presidente Trump manejando las cuerdas de los poderes del senador Alvaro Uribe y este, a su supuesto o pretendido títere, el presidente Duque. Sin que podamos decir que esos deseos fueran realidad, sino Wishful Thinking o Pensamiento desiderativo porque, así no lo crea nadie, ni Uribe es títere de Trump, y, todos lo sabemos, precisamente por no pararle bolas al presidente eterno, sino al eterno traidor, Duque va de mal en peor.

Quien crea que fueron esas tres imágenes las que asustaron a los pacatos del Colombo, ordenando borrar el mural, están meando fuera del tiesto. Lo que provocó la reacción de Maricela Velez, su directora cultural, dama muy adepta al farc/santismo y la hipocresía política, fue la imagen de una mujer recibiendo tremendo cunnilingus, una vieja y maravillosa práctica sexual que consiste en lamerle el clítoris a la dama hasta que ella aúlle como una loba en los desiertos de Nevada. Y más adelante, en su espléndida concepción narrativa, un par de maricas y otro par de lesbianas, introduciéndose las lenguas en las bocas hasta el hartazgo. La pacatería de la casta bogotana no tiene antecedentes en la historia humana. Igual cosa había sucedido, causando mucho ruido, cuando al perverso poeta, entonces ministro de Cultura del Banco de la República y director absoluto, durante más de dos décadas, de la compra de exposiciones, libros, pinturas, partituras o cantos de la biblioteca Luis Ángel Arango, se le ocurrió incluir, en una muestra de ex-libris, unos cuantos donde se mostraban las enormes partes genitales de unos muchachos. La junta de directores del Banco de la República, integrada entonces por católicos militantes y trotskistas ídem, puso contra la pared al recién inaugurado antioqueño, frustrando sus deleites.

Lucas Ospina por Vasco Szinetar

El segundo elemento borrado fue un típico instrumento de los organismos de agitación y propaganda, conocidos por los partidos comunistas y las bandas guerrilleras como Agiprop. Se trataba de una pintada, en una inmensa pared sita en las cercanías de la Calle 80 con Avenida Suba, lindante con la estación de transporte Escuela Militar, cerca de la Escuela de Cadetes José María Córdoba, promovida por una ONG llamada Movice, que dice buscar la verdad de las actividades del gobierno entre los años 2000-2010, acusando en espacios públicos a miembros activos del Ejército, en especial a sus comandantes, de asesinatos y crímenes de lesa humanidad. Movice no se ocupa de los hechos y acciones militares acaecidas entre 2010 y 2018, es decir, durante el gobierno de Juan Manuel Santos, solo, y en exclusivo, de lo ocurrido en los gobiernos de Pastrana y Uribe, los dirigentes del No en el plebiscito sobre el pacto FARC-Santos.

Uno de los volantes que anuncian la mencionada ONG tiene como figura principalísima al rimador y director del periódico Voz Proletaria, Manuel Cepeda Vargas, asesinado por orden de Carlos Castaño, cuyo nombre es, o fue, insignia de una columna de las FARC, y por cuyo fallecimiento el 10 de diciembre de 2008 el Consejo de Estado condenó a la nación, y su Sección Tercera ordenó el pago de indemnizaciones por perjuicios para el hijo, la esposa y la hermana de Cepeda, por un monto de 587 millones de pesos para cada uno, sumando además los 910,3 millones de pesos adicionales que tuvo que pagar el Estado por concepto de perjuicios materiales, un total de 1.761 millones del erario público. Una bicoca.

¿Quién dio la orden? era el título de la pintada Agiprop que sindicaba los rostros del general Nicasio Martínez, el general (r) Mario Montoya Uribe, el general Adolfo León Hernández Martínez, el general Marcos Pinto Lizarazo y el general Juan Carlos Barrera Jurado, todos, menos uno, miembros activos y comandantes del Ejército, de asesinar a unos supuestos miles de inocentes para hacerles figurar, en un body counting, como miembros de las guerrillas caídos en combate.

La ministra de Cultura entre dos admiradores | Foto Claudia Rubio

Todavía no se sabe la cuantía real de esos crímenes atroces, cometidos por militares activos o en reserva, en connivencia con narcoparamilitares o meros narcos, a cambio de beneficios profesionales y dinero contante y sonante. Lo que no dicen los señores de Movice es que el ministro de la Defensa, cuando fueron apareciendo más y más cadáveres de inocentes como si fuesen moscas dadas de baja, era nada más y nada menos que el firmante de la entrega de la nación a las FARC, el Nobel pagado con petróleo y gas colombiano, Juan Manuel Santos.

La campaña de desprestigio de las Fuerzas Armadas ya dura más de ocho años, desde la malhadada hora en que el tartufo decidió derribar las fortalezas de los militares, mediante sobornos y destituciones de aquellos que arrinconaron a las guerrillas farcsianas. Y cuya mayor ignominia fue el asesinato de Alfonso Cano, capturado vivo según Carlos Antonio Lozada, alias Tornillo, por negarse a pactar con el hermano del presidente la oferta de riquezas y libertad plena de que hoy gozan sus esquiroles, transmitida vía satélite, como había hecho Obama con la ejecución de Bin Laden.

Santos también orquestó, desde su puesto de mando en la sombra: ese castillo y búnker imperial que costó a los colombianos 8.000 millones de pesos, un artículo contra el comandante Martínez publicado en The New York Times, verosímilmente redactado o dictado por el propio Santos; una moción de censura derrotada por 120 votos contra 20 y el intento de impedir el ascenso a general de tres soles del corajudo militar, que fuera derrotado con 64 votos a favor y solo 1 en contra.

La ministra de Cultura y su presidente

Material gráfico ha mostrado cómo miembros del Ejército y civiles, encubriendo su rostro, procedieron de inmediato a borrar las fisionomías de los comandantes acusados por Movice. Acto que ha sido cuestionado desde diversos sectores. Borrar, creo, no ha debido ser la solución. La alcaldía paramuna ha debido proceder a judicializar por injuria y calumnia a quienes habían ejecutado la pintada Agiprop, y el Ejército, o quien quisiera hacerlo, convocar a varios artistas que narraran plásticamente las atrocidades cometidas por las FARC contra colombianos indefensos, volando oleoductos, teniendo en campos de concentración a cientos de militares y civiles, secuestrando ancianos, extorsionando comerciantes, agricultores, ganaderos, banqueros, y obligando a niños y niñas a morir combatiendo, luego de que sus comandantes habían disfrutado de sus cuerpos por delante y por detrás. ¡Qué mural narrativo podría hacerse con semejante historial! Diego Rivera resucitaría de su tumba con tanto terror. Y podrían usar, sin temor a ninguna pena por injuria y calumnia, los mofletudos rostros de los diez asesinos, envejecidos, que posan sus culos sanguinarios en el Senado y la Cámara de la República.

A estas alturas, se preguntará el lector, ¿por qué ha sido tanto el ruido producido por la pintada de Agiprop y apenas ha producido un ronquido sordomudo el veto del Colombo Americano al mural de los artistas Powerpaola y Ospina?

Porque entre bomberos no se pisan las mangueras. Y aquí el asunto va de contenidos, no de plásticas, pero sí de ideología y militancias.

El Mural, con mayúscula, invisibilizado en las paredes del Colombo paramuno, ocupaba 20 metros de ancho por 2 de altura, y en él se veía, entre un decurso de imágenes metafóricas, a una mujer agitando una bandera roja y la primera frase de la Constitución yanqui: We The People, y a continuación una negra sosteniendo una pancarta y junto a ellas un hombre, con chaqueta de leñador, barba y pelo blanco, destruyendo un inmenso árbol, mientras un cóndor desde sus alturas ve la acción cunilingüística mencionada y una indígena sostiene un bebé en sus brazos mientras amamanta un animalito. Y aparece el titiritero Trump sosteniendo a la marioneta Álvaro Uribe, que a su vez titiritea a Iván Duque mientras dos lobos se aparean bajo el pecho de una mujer que dice “Stop Being Poor” seguida por un dólar rojo, o una palanquera con un cocodrilo sobre su cabeza o un malabarista con cabezas humanas, Mickey Mouse y al final, entre otras criaturas, unos “Rascalls” pintando en el mismo muro, en una suerte de Doppelgänger, un Yanqui Go Home.

La reacción de los artistas y organizadores no se hizo esperar. El director artístico y la directora ejecutiva del Salón Nacional de Artistas, sin poner el grito en el cielo, susurraron que era un “claro acto de censura”. Un poco más tenorinos fueron los diez curadores, que con pinzas y mucha cautela para no enojar al amo, que tanto les favorece unos días sí, otros no, rechazaron las explicaciones del Colombo y consideraron que la evidente censura, llevada a cabo con un pasmoso silencio por la ministra de Cultura, es al menos “indignante e inadmisible”. Y temblando de circunspección agregaron: “Todo este tiempo hemos estado a la expectativa de conocer la orientación del Ministerio de Cultura y la Alcaldía de Bogotá como instituciones garantes del Salón Nacional de Artistas frente a lo sucedido”. Eso fue todo.

Hace doce años, ante las sugerencias del congresista norteamericano Charles B. Rangel, de si el gobierno colombiano al menos demostraba buena voluntad para con los negros nacionales, colocando a alguien de esa pátina entre sus ministros, sería más fácil aprobar el TLC que estaban negociando; el gobierno decidió buscar, afanosamente, a alguien de algún mérito y encontrándole, destituyó a una dama bogotana que estaba muy ocupada desde el Ministerio de Cultura resucitando la cerveza Cuervo en la misma casa, donde, entre lúpulo y trasnochos, el filólogo Rufino José Cuervo había redactado el primer y único tomo cierto del Diccionario de Construcción y Régimen de la Lengua Castellana, que durante el gobierno de Belisario Betancur concluyó, plagado de erratas y falsedades, el actual director de la Real Academia Colombiana, el soberanamente desconocido Juan Carlos Vergara Silva, que por sus apellidos debe ser descendiente de José María Vergara y Vergara y José Asunción Silva.

El cunnilingus censurado

Nombrada en el cargo una muchacha bogotana de 28 años, que nunca había estado entre saltatrás, palenqueros, raizales, notentiendos y vendedores de viche y chancuco, excepto por el color de sus mejillas, se instauró, en el Ministerio de Cultura, la tradición obamiana de nombrar a una negra, bien blanca de habla, católica, maneras y alimentación, y por supuesto trajes, o queriendo serlo, para ese cargo. O también, a una bien tiznada, pero de apellidos lavados con lejía y piedra pómez, como Sinisterra viuda de Carvajal Quelquejeu, o alguna de sus hijas putativas, mejor conocidas como Garcés Borrero o Garcés Córdoba o Garcés Sinisterra.

El Censo 2005 sostiene que la población afrocolombiana, incluyendo las categorías de raizal, palenquero, negro, mulato y afrocolombiano, suma un total de 4.311.757, cifra que representa 10,4% del total nacional.

Según el mismo Censo, hay 1.378.000 naturales, 3,4% de la población nacional; sobrevivientes de 87 pueblos originarios Tayronas, Quimbayas, Calimas, Yarinquíes, Chitareros o Panches, que sumaban, al llegar los españoles, cerca de 7 millones de habitantes, de los cuales sobreviven 64 lenguas y una diversidad de dialectos agrupados en 13 familias lingüísticas. La mayoría vive en el Guainía, Vaupés, Vichada, Guajira, Amazonas, Cauca y Nariño. En la actualidad hay 710 resguardos ubicados en 27 departamentos y en 228 municipios que ocupan una extensión aproximada de 34 millones de hectáreas, el equivalente a 30% del territorio nacional. Lo que explica por qué son sujetos de los violentos que necesitan más tierra para el cultivo del producto nacional de mayor exportación y que ha controlado, por más de 50 años, las FARC.

El que el Ministerio de Cultura permanezca en manos, no de los negros, y menos de los indios, sino de una suerte de noveles negreros y encomenderos titulados en universidades del Caribe, Brasil o las Antillas, que viven, literalmente de la explotación de estas minorías, y hacen desaparecer la miseria en que viven en el Pozón y el Distrito de Agua Blanca, o sus propias reservas indígenas, explica el silencio cómplice para defender la libertad de los artistas y condenar las actividades contra el Ejército nacional que practican ideólogos como los de Movice, detrás de quienes se ocultan los partidos políticos que comulgan con las consignas del Foro de Sao Paulo y que están llevando a cabo las acciones violentas en las manifestaciones de los pueblos ecuatoriano, chileno o boliviano, o las estudiantiles colombianas que critican el robo de los presupuestos universitarios, pero piden más parné, orquestados por viejos militantes de la UP, o malas testas sobrevivientes de su exterminio, pero habitantes, como decía el doctor Lleras Restrepo, del Otro mundo, las “intocables reservas universitarias” consagradas en la Constitución de Pablo Escobar, desde La Catedral de 1991.

No está de más recordar que la actual titular de la cartera de cultura en Colombia es una multimillonaria heredera de una naviera, cuyo cónyuge estaba interesado en el tesoro del San José, que tanto meneó la anterior ministra; que esa belleza bonaverense estuvo en Cuba (quizás, quizás, quizás perdonando el secuestro de su suegro) haciendo parte del equipo que conversaba todos los días con Pablo Catatumbo, su paisano, con Pacho Chino, negociadores secretos de la llevada a la mesa de su grupo tras la traición y muerte de Alfonso Cano; y que nunca, ha dejado, ni ante el púlpito ni el confesionario, de declarar su santismo recalcitrante.

Por eso en el único lugar donde hoy se planta la economía naranja es en los campamentos de todas las formas de lucha de las FARC, que acaban de recibir 3.376 millones, descontando los otros 117.589 millones de pesos, desembolsados entre agosto de 2018 y septiembre de 2019, y que solo nadie sabe dónde fueron a parar.


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