Emir Kusturica, el cineasta progre y vende humo de los Balcanes, hizo un documental sobre Pepe Mujica para Netflix. En las próximas líneas voy a desmantelarlo.

Pero antes un flashback explicativo. El director de Undeground, Palma de Oro de Cannes de 1995, dilapidó su prestigio al convertirse en propagandista de estrellas decadentes de la Internacional Socialista.

El afán de lucro lo trajo hasta el infierno del chavismo para tocar en el parque de Los Caobos, cuando el régimen lo transformó en plataforma de sus mítines y concentraciones del Foro de Sao Paulo.

El realizador ofreció un toque gratuito al aire libre, pagado con los dineros mal habidos del Estado. Los asistentes se anarquizaron en algún momento y los organizadores rojos amenazaron con cancelar el show de Kusturica si no dejaban de pitar contra la revolución.

Había una nutrida participación de hipsters y jóvenes de oposición. El invitado aceptó jugar el rol de legitimador cultural de la dictadura chavista.

Así copió un papel de moda en la época de las vacas gordas del CNAC y la Villa: visitar Caracas en misión de embajador de paz, reuniéndose con autoridades truchas y piratas, con miras a saquear el botín de Pdvsa, como Danny Glover, Sean Penn, Spike Lee y Oliver Stone, quien destruyó su carrera produciendo largometrajes proselitistas de nula aceptación crítica.

Entre sus filmes resistidos por propios y extraños, podemos contar el bodrio infumable de Mi amigo Hugo y Al sur de la frontera, antecedentes obvios de Pepe Mujica: una vida suprema de Emir Kusturica, cuyo error previo se ejecutó con Maradona en otro tango baboso de dos dinosaurios enamorados del castrismo.

Hubo intelectuales fascinados con el nazismo y la historia los condenó. En cambio, el marxismo estético sigue premiando y financiando los proyectos de los comunistas de Hollywood en HD 4K.

Verbigracia, el largometraje de Netflix sobre el ex presidente de Uruguay es una pieza del lavado de imagen y de la glorificación del tabernáculo manirroto de la zurda konducta.

En la película, me causa una gracia rotunda ver al protagonista desfilar, y derrapar, en cumbres llenas de cadáveres políticos, como Evo Morales, Juan Manuel Santos, Raúl Castro y un sinfín de momias del Cono Sur.

Nicolás Maduro aparece en una escena, metiendo el paro, pintando el cuadro, efectuando el amague de ser empático. Sin duda, los amigos de Pepe son un bochorno global. Es el único mérito del panfletico de hora y media.

La verdad se revela por inercia y el carácter “realista” del dispositivo de rodaje. Algunos trapitos salen al sol, a pesar del control de la edición y la sonrisa condescendiente del artista mercenario.

A Kusturica le gusta filmarse con un habano Cohiba en una pose canchera de comandante Che Guevara. Fuma solemnemente y chupa el mate del entrevistado en su famosa chacra del guerrillero a punto de retirarse; de ponerle a Tabaré la banda de jefe de Estado.

Un rato el infomercial se aspira y consume en la clásica justificación de la víctima de las tiranías del pasado. Luego el personaje se explaya en una descripción, fuera de contexto, de sus tiempos de Robin Hood, asaltando bancos.

Pero nada se dice del fiasco de la peste del siglo XXI en materia de derechos humanos. Hasta Bachelet se percató de la tortura y las desapariciones en Venezuela.

Pepe y Kusturica fingen una demencia senil, echándole la culpa a los chivos expiatorios de costumbre: el capitalismo, la derecha y el imperio.

Un hombre rompe con el discurso idealizado y falso, confrontando al personaje en la calle. El escrache de Pepe es uno de los pocos detalles de contraste y refutación.

Lo demás es la típica lección de cómo se traiciona el lenguaje del cine documental, para perpetuar un culto a la personalidad, un mito con pies de barro.

Pepe, el humilde, es un cuento fabricado e impostado.

Una mascarada del populismo que no soporta un análisis serio.

Una babiecada nivel reportaje de John Lee Anderson.

Por aquí lo desmontamos.


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