¿En qué momento un “thriller” político se transforma en una película histórica? La respuesta es probablemente especulativa y superflua, pero uno no puede evitar hacérsela viendo Argentina, 1985, una película que toca fibras particularmente sensibles porque el tema conserva una triste vigencia.

Empecemos por el contexto. Las dictaduras de los 70 en el Sur fueron una desgracia sin excusa. Verdad de Perogrullo, todas las dictaduras lo son. La incursión de los milicos argentinos en el panorama tuvo sin embargo ribetes agravantes. A la tortura generalizada y la delación como método se le agregó una figura conocida, la del detenido – desaparecido. Pero con un matiz demoníaco: las desapariciones fueron no solo el modus operandi del aparato represor, sino además masivas, dependientes de cada fuerza militar y no centralizadas. Un baño de sangre para resumir. Cabe agregar que por si fuera poco, arruinaron el país con un esquema económico salvaje, anularon todo disenso y, de paso, perdieron una guerra insensata.

Ahora bien, un golpe de estado es un delito, noción que no siempre es felizmente aceptada. Y asesinar personas en nombre del ideal que ilumina el asalto a las instituciones es un corolario lamentablemente lógico e igualmente repugnante. A diferencia de otros golpes de estado en Argentina y en el resto del mundo, en 1985 el poder civil decidió iniciar acciones penales contra los militares golpistas. La iniciativa no era del gobierno que prefería el estudio de una comisión de notables (por cierto muy respetable y que produjo un documento admirable). Se amparaba en una teoría inteligente pero falaz. La de los dos demonios. Según esta, hubo un demonio de izquierda que, con provocaciones sangrientas (cosa totalmente cierta) provocó a un demonio de derecha que se extralimitó. La teoría obviaba un hecho fundamental: nunca una subversión civil por equivocada que sea, puede ser equiparada al insuperable poder del estado, que está obligado a actuar con la ley en la mano. Fin del contexto y vuelta a la película.

El libreto sigue paso a paso la acción de un fiscal, Julio Strassera, sobre quien recae el inaudito deber de llevar a juicio a tres juntas militares de tres jerarcas cada una. Y hacerlo en un contexto en el cual el gobierno (de Raúl Alfonsín) es débil y la dictadura ha dejado un país humillado, una economía destrozada y un campo institucional minado. La solución es pensar y actuar fuera de los patrones esperables, y hacer exactamente lo que los militares no hicieron con sus víctimas. Darles la oportunidad de defenderse. En realidad, y la película lo recalca con inteligencia, los milicos ya están moralmente condenados por una mayoría importante de la sociedad. De lo que se trata es de probar esa culpabilidad, de darle un peso procesal a la verdad. De hacer de la barbarie, no una palabra, sino un delito. Y un delito mayor. La película capta ese momento bascular de la historia, y por eso, volviendo a la pregunta del principio, es más que un “thriller” (que lo es y de los buenos), es, busca ser, un documento. El libreto hace de los fiscales dos seres de carne y hueso con sus temas familiares, sus pequeñas debilidades, la tentación de caer en gestos menores e insultantes hacia sus contrapartes. Pero junto a esos gestos cotidianos, acaso irrelevantes, está el sentido de la historia. Por primera vez el poder civil, un poder judicial independiente, puede ponerle el pecho a la prepotencia de un grupo de iluminados y asesinos. Y la película se detiene no solo en testimonios desgarradores (de los que por suerte no abusa) sino más bien en la tediosa tarea de demostrar que nada fue casual. Que hubo una trama macabra de órdenes y estrategias tendientes a suprimir, no solo a los guerrilleros, sino de paso, al que se pusiera delante. Todo termina en una pieza oratoria que también hizo historia a cargo del fiscal Strassera magníficamente compuesto por Ricardo Darín. Resume la pasión, el dolor y el ansia de justicia de toda una generación. La película podría terminar allí. Elige no hacerlo y describir el anticlímax de la condena a las juntas y las sentencias más bien leves que algunos recibieron.

Es una de las grandes películas del año engarzada en una magnífica reconstrucción de esa época difícil, peligrosa y llena de ilusiones. Magníficamente actuada. Esperemos que se estrene en Venezuela.

Sería muy triste que no se estrenara en Venezuela.

Argentina 1985. Argentina. 2022. Director Santiago Mitre. Con Ricardo Darín, Juan Pedro Lanzani, Norman Briski, Alejandra Flechner.


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