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Miente el que me diga que su infancia fue feliz, dijo con estas u otras palabras Franz Fanon al referirse a su Argelia natal cuando estuvo cautiva en manos francesas. Yo podría decir algo similar si me refiero a la mía cuando mi país estuvo miserablemente en las manos férreas y enguantadas de Juan Vicente Gómez porque yo nací cuatro años antes de que muriera el dictador. Luego seguí creciendo bajo la presidencia de Eleazar López Contreras dispuesto a mejorar las precarias condiciones  del país,  pero adherido a unas conservadoras ligas bolivarianas. La mía fue triste por la persistente enfermedad de mi madre y la franca irresponsabilidad del padre y se evidenció aún más cuando mi hermano Gustavo, psicólogo, me preguntó un día cuál podría haber sido mi recuerdo más lejano y le dije que muy, pero muy niño sentía placer al rozar mi mejilla con el frío cemento pulido del patio o de cualquier otro lugar de la casa.

Vi cómo se alteraba el rostro de mi hermano cuando exclamó, con los ojos abiertos, que aquella era !a imagen de la soledad.

Me consoló y al mismo tiempo me estremeció saber que desde niño la soledad era mi amiga; me ha acompañado siempre porque creía que se trataba de mi sombra, es decir, la Muerte que me sigue los pasos. Una especie de sombra, una presencia que siempre me ha estado acompañando. Existen el exagerado amor o carencia de afecto de los padres y la figura de la madre indolente o sobreprotectora que marcan el futuro de los hijos, en particular cuando el padre despiadadamente autoritario, al igual que ciertos regímenes políticos, impone su criterio y obliga al hijo a no ser quien debía ser. Luego surge la escuela y con ella las convenciones adultas que logran desvanecer la imaginación de  los niños: las primeras letras, el odioso método Palmer inglés que pretendían aplicarme siendo niño caraqueño; el pupitre, la tinta y el palillero y la torpeza para manejarlos; los mapas de la geografía de Josefina Pasadori que había que dibujar y colorear en el cuaderno y la abnegada pero tonta maestra preocupada porque «no te salgas de la raya» cuando llenábamos de azul la parte que correspondía al océano y más bien debía decir todo lo contrario. «¡Pásate de la raya! y comprométete con los melodramas de la televisión: «¡Niños, sigan los dictados del corazón!».

Toda mi vida he sentido la rugosidad de las órdenes, advertencias, reproches y amenazas: ¡No mueva las piernas! ¡Cállese! ¡Mientras hablan los mayores los niños callan! ¡No pise la grama! ¡No cante! ¡No silbe! ¡Deje la pendejada esa de querer ser artista o lo mando pa’l cuartel pa’ que se haga hombre! ¡No diga y no escriba eso porque lo meto preso! ¡No se case con esa mujer que no se le iguala! ¡No eduque así a sus hijos! ¡No se muera todavía!

Y yo quiero ser poeta y admirar la inmensidad del mar. Respetar y al mismo tiempo recelar de los políticos; ser ñángara de joven pero dejar de serlo adulto, sin abandonar la rebeldía y el vigor de los años juveniles; crecer dando pasos hacia adelante. Leer, adorar a los artistas que me enseñan a ser. Amar a los dioses y diosas que me protegen y aceptar que mi alma buscará refugio en el lado oscuro de la luna. Deploro la desaparición de los museos y galerías de arte, la ausencia de la música y de la alegría. El país sucumbe y con él la vida plena, el aroma del entusiasmo por vivir, el amanecer de gloria y encanto. Nada ofrece el mandatario que no sea amargura y extravíos. Aprovecha la pandemia provocada por un virus escapado de algún lejano país que resulta políticamente incorrecto mencionar para acentuar la  rigidez de su tiranía y aislarnos aún más con el propósito de volvernos seres ajenos a nosotros mismos.

¡No seré uno de ellos! Todavía existe un país que murmura y desea la caída de lo que lo oprime. No ocurrió con Juan Vicente Gómez porque el país permanecía hundido en la pesadumbre de su propia ignorancia. Pero con Pérez Jiménez estuvimos bailando con la Billo’s, bebiendo whisky con  agua de coco o de Escocia y se nos veía alegres y atolondrados, pero por debajo del jolgorio rugía el silencio y el desprecio que al desbordarse obligó al déspota a huir en una Vaca Sagrada dejando en el aeropuerto una maleta llena de dólares que nos estaba robando como un vulgar magistrado bolivariano.

¡Algún día caerán! Algún día se verán obligados a partir, a establecer una comunicación que ofrezca soluciones a lo imposible. Personalmente, lamentaré soluciones que permitan sucias maniobras, perdones a lo Mandela. Para mí no hay perdón para quienes durante décadas me abominaron. Los expulsé de mi memoria para no tener que arrastrar odios ni rencores. Simplemente, dejaron de existir.

No soy político de oficio. Soy un hombre de la cultura que observa la política, pero una cultura acostumbrada a avanzar para descubrir nuevos caminos dispuestos a ser explorados. A veces no concuerdo con la palabra de los políticos cuando tropiezo con gente detenida o devorada por determinadas ideologías o mantienen actitudes imperativas y bolivarianas.

El país se aturde, vacila, se enquista y asume por miedo conductas pasivas, pero siento que por debajo hay un rugido silencioso y ensordecedor similar quizás a aquel que obligó al déspota anterior a huir como vulgar delincuente en una Vaca Sagrada.


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