Los mercados y sus incentivos fueron durante varias décadas los principales motores de las políticas y tendencias económicas. Pero ya no es así. Hemos ingresado a una era dominada por la economía política, en la que las acciones de los gobiernos y la posibilidad de cambios de rumbo drásticos se han convertido en los principales determinantes del desempeño económico.

Hasta hace poco, las cadenas globales de suministro se basaban casi por entero en la búsqueda de eficiencia y ventajas comparativas. Se negociaban y ampliaban acuerdos comerciales para eliminar restricciones al libre flujo de bienes, capital, tecnología y, hasta cierto punto, personas. La llegada de la conectividad digital trajo consigo un veloz aumento del comercio de servicios. En Europa, la creación de la eurozona llevó a que muchas empresas estatales y monopolios se desmantelaran o privatizaran.

La gobernanza en los niveles nacional e internacional exhibía cierta estabilidad, aunque no homogeneidad. En muchos países los gobiernos quedaron relegados a un papel secundario. La idea era que si las autoridades se limitaban a dar apoyo a los mercados y aceitar los engranajes del capitalismo global, la prosperidad y el progreso vendrían a continuación.

Pero no todas las grandes economías siguieron esta receta. El gobierno chino, por ejemplo, ha mantenido un papel prominente en la economía, con una inversión pública cuantiosa y sostenida en infraestructura, capital humano y tecnología, y conservando acciones con capacidad de control en las empresas estatales (incluso cuando cotizan en bolsa), que constituyen una proporción sustancial y creciente de la economía china en el lado de la oferta. Además, el Estado sigue influyendo sobre el sector privado mediante la presencia de funcionarios del Partido Comunista en las juntas corporativas.

Los países latinoamericanos son una especie de excepción a esta pauta general de estabilidad. En las últimas décadas, muchos han oscilado entre formas bastante extremas de preponderancia del mercado y versiones igualmente intensas de populismo e intervención estatal en pos de objetivos distributivos, a menudo en detrimento del crecimiento.

Pero a pesar de las variaciones en los modelos de gestión económica predominantes, estos exhibían en general una estabilidad que trajo importantes efectos positivos. Hubo un gran aumento de la inversión transfronteriza, que impulsó el crecimiento y la prosperidad en los mercados emergentes. Y el comercio internacional, caracterizado por una adhesión generalizada a reglas claras, experimentó pocas disrupciones.

Pero al parecer, esta pauta histórica se ha interrumpido. El gobierno del expresidente de los Estados Unidos Donald Trump se alejó de las políticas comerciales de sus predecesores, impuso aranceles a las importaciones procedentes de China y marginó a las instituciones multilaterales responsables de regular la economía global. En respuesta, China ha adoptado una postura cada vez más asertiva y desafía en forma abierta la normativa económica internacional.

Este cambio es en parte resultado de avances tecnológicos. Con su «gran cortafuegos», China ha logrado levantar una muralla entre su internet y el resto del mundo. La mayoría de las grandes empresas tecnológicas estadounidenses quedaron excluidas de ingresar al mercado chino o tuvieron que abandonarlo tras negarse a cumplir los estrictos requisitos del gobierno en materia de manejo de datos y censura.

En tanto, Estados Unidos ha readoptado la política industrial, como parte de sus esfuerzos por generar resiliencia, ganar la competencia tecnológica estratégica contra China, hacer frente a la desigualdad interna y promover la sostenibilidad. Alcanzar estos objetivos demandará altos niveles de inversión pública y privada que tal vez tardarán años (o décadas) en mostrar resultados, pero es probable que las nuevas políticas industriales tengan un importante efecto sobre el nivel y la calidad del crecimiento estadounidense (a menos, por supuesto, que un futuro gobierno las revierta).

En cuanto factor clave del crecimiento del PIB, el sector privado siempre tuvo un papel crucial en la «economía socialista de mercado» china. Pero estos últimos años eso cambió, con la campaña que llevó adelante el gobierno del presidente Xi Jinping contra los centros de poder e influencia competidores. Por su agresividad y por su naturaleza personal, el ataque regulatorio contra el sector tecnológico chino ha generado dudas sobre el papel del sector privado, lo que provocó una reducción de la inversión.

Aunque es bien sabido que las políticas y los incentivos son factores determinantes de la inversión, también hay amplio consenso en que la estabilidad macroeconómica es un requisito para el crecimiento y el desarrollo. En general hay dos fuentes de estabilidad: una gestión competente y continuidad en el modelo económico del país, cualesquiera sean sus características específicas.

Pero estos últimos años, esa estabilidad y una garantía razonable de continuidad se han vuelto cada vez más escasas. Es verdad que los desacuerdos en materia de política económica son inevitables en cualquier sistema político; pero en la medida en que sean limitados, será posible introducir cambios graduales y menos disruptivos en respuesta a la evolución de las condiciones. Sin embargo, hoy el debate en torno de la política económica y del papel del Estado se ha vuelto cada vez más polarizado, lo que aumenta el riesgo de cambios drásticos en la dirección de las políticas; y la expectativa de esa inestabilidad desalienta la inversión y por tanto reduce el crecimiento sostenible y la prosperidad a largo plazo.

Esta tendencia puede observarse en economías desarrolladas y en desarrollo. En China ha habido una disminución de la inversión extranjera, en particular en los sectores más expuestos a sufrir los efectos de la competencia estratégica. En los Estados Unidos, el uso creciente de indicadores ambientales, sociales y de gobernanza corporativa (ASG/ESG) por parte de inversores y formuladores de políticas ha dado lugar a un movimiento contrario que quiere prohibirlos.

Pero es posible que la continuidad en la formulación de políticas sea más resiliente de lo que parece a primera vista. Un ejemplo es la India, que lleva algo más de treinta años haciendo avances impresionantes, tanto durante los gobiernos del Partido Popular Indio del primer ministro Narendra Modi como durante los del opositor Partido del Congreso. Iniciativas como el sistema de identificación biométrica Aadhaar y la interfaz de pago unificada desarrollada y operada por la Corporación Nacional de Pagos de la India (un proyecto conjunto del Banco de la Reserva de la India y de la Asociación de Bancos Indios) han transformado la economía del país. La (notablemente inclusiva) transformación digital de la India (que debe en parte su existencia a la revolución en la conectividad móvil de bajo costo de Reliance Jio) ha llevado a algunos a sugerir que la Reserva Federal de los Estados Unidos estudie el modo de aprovechar mejor su propio sistema de pagos instantáneos, FedNow.

No parece probable que Modi vaya a perder una elección nacional en los próximos años. Pero incluso si perdiera, las chances de que sus sucesores desmantelen la floreciente infraestructura digital del país son prácticamente nulas: cualquier gobierno que lo intente tendría los días contados.

La enseñanza es clara: mantener la estabilidad en la formulación de políticas es crucial para la inversión y el desempeño económico a largo plazo. Para lograr esa estabilidad, hay que identificar intereses y puntos de vista en común que trasciendan las divisorias ideológicas y partidarias. Lo mejor que pueden hacer los gobiernos es buscar esos puntos de contacto y cultivarlos, en vez de dedicarse a explotar las divisiones políticas y sociales para obtener ventajas a corto plazo.

Traducción: Esteban Flamini

Michael Spence, Premio Nobel de Economía, es Profesor Emérito de Economía y exdecano de la Escuela de Posgrado de Negocios de la Universidad Stanford.

Copyright: Project Syndicate, 2023.

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