Ernest Hemingway es uno de los grandes escritores de la literatura universal. Fue autor de obras clásicas como Fiesta, Adiós a las armas, Por quién doblan las campanas y El viejo y el mar, razón suficiente para que en 1954 le fuera conferido el Premio Nobel de Literatura.

En octubre de 2015, Mario Vargas Llosa, otro grande de la literatura universal, escribió un artículo para el diario español El País (“Hemingway y las guerras”) en el que califica la novela El viejo y el mar como “una obra maestra absoluta, una de las parábolas literarias que reflejaba lo mejor de la condición humana, como Moby Dick o Cumbres borrascosas”. Se trata de una ratificación concluyente del alto pedestal que ocupa el escritor norteamericano.

Esta novela, de apenas 123 páginas, tiene como protagonista principal a Santiago, un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y que tenía 84 días sin coger un pez. En los primeros 40 días estuvo acompañado de un muchacho (Manolín); pero los padres del joven le dijeron que el viejo estaba salao y le ordenaron que se incorporara a otro bote en el que, efectivamente, tuvo mejor suerte.

El viejo no se arredró con su mala fortuna y decidió salir a pescar más lejos. Él confiaba en sus muchos trucos y voluntad. Entonces dejó atrás las luces de La Habana y también dejó que la corriente hiciera una parte de su trabajo como navegante. Así avanzó por varios días en búsqueda de “su pescado grande”. Finalmente, un enorme pez marlín –de purpurinas aletas pectorales desplegadas como alas y una gran cola erecta tajando las tinieblas– picó el anzuelo y dio una gran batalla por tres días consecutivos. Durante ese tiempo Santiago rememora su vida pasada, especialmente los tiempos en que la suerte lo favorecía sin esquivos de ninguna especie.

Al tercer día, el pez, ya cansado, empezó a acercarse a la pequeña embarcación. Entonces el viejo, también muy cansado y delirante, emplea la poca fuerza que le queda para apuñalar con su arpón al hermoso pez, atarlo a un lado del bote y emprender el regreso a casa. En ese trayecto los tiburones son atraídos por la sangre del marlín. Santiago logra matar a un primer tiburón, mas este logró arrancar 40 libras de su enorme pez que quedó así mutilado. Para darse ánimo primero exclama: “Pero el hombre no está hecho para la derrota (…) Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”. Luego piensa: “Es idiota no abrigar esperanzas; además, creo que es un pecado”.

Aunque posteriormente el viejo logró matar cuatro tiburones más, no pudo evitar que otros tantos devoraran la mayor parte de su marlín, dejando como prueba de la gran proeza un esqueleto conformado por la espina dorsal, la cola y la cabeza que medía seis metros de la nariz a la cola.

De vuelta a su choza, Manolín visita al viejo Santiago; entonces este le dice: “Me derrotaron de verdad”. La respuesta del niño, en clara alusión al marlín, es contundente: “No. Él no. Él no lo derrotó”. Y agrega después: “Ahora pescaremos juntos porque todavía tengo mucho que aprender”.

La historia anterior debe servirnos de inspiración para mantenernos firmes en nuestra lucha contra la tiranía roja. Nuestra pelea para salir de la dictadura ha sido cruenta. A pesar de todo el esfuerzo realizado desde su instauración, el régimen ha logrado mantenerse pagando también altos costos. Que nadie se crea el cuento de que su alta dirigencia está feliz y contenta. La realidad es otra y muy contundente: el apoyo popular que hoy día ella tiene es el que corresponde a una minoría; las posibilidades de desplazarse libremente por los países más emblemáticos del mundo se han constreñido de modo significativo; y las alternativas para invertir o guardar “ahorros” en el mundo democrático se han reducido a cero. Todo eso debe servirnos de estímulo para seguir insistiendo y persistir en nuestro empeño: retornar a la democracia y retomar la senda del desarrollo económico.

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