Escuela Comunitaria Luisa Goiticoa. Caracas, Venezuela

Era una escuela tan grande que cada niño podía tener un lugar tan preferido y secreto que nadie nunca lo descubriría. Había en el patio central un enorme samán que, ahí solito, les enseñaba en secreto a ser espléndidos en la vida. Al lado, tenían allí mismo -como grandes juguetes- una enorme yegua amarilla llamada Lupita y una gran tortuga azul con pepas moradas donde se encaramaban o se ocultaban para cabalgar o para jugar al escondite metiéndoseles por debajo. Allí aprendían sobre la relatividad. Tenían un parque con un insólito diseño de escaleras para subir. Todas las aulas miraban hacia ese patio central; para ese lado los salones no tenían paredes de concreto sino cristales y vitrales que iban del piso al techo.

Las maestras más chéveres las tenían allí en esa escuela. La directora más pepeada, la coordinadora más ordenada, la administradora más generosa, la secretaria más bonita y atenta, así como la psicopedagoga más hermosa del universomundo. Así lo decían todas y todos los estudiantes. Allí las maestras eran muy histriónicas y las clases no eran clases tradicionalmente hablando, sino espectáculos diarios donde se lucían docentes y estudiantes.

En esa escuela habían aprendido el valor de las artes en el aula, arte y poesía para hacer aventuras de ingenio y creación con cada tema de cada asignatura ¡así fuera matemática! Con decir que alguna vez inventaron ¡y así se quedó para siempre! una serie de programas para enseñarles hasta matemática por la radio a las niñas y niños ¡Así lo hicieron! ¡Y hasta crearon una emisora escolar donde niñas y niños hacían de locutoras y locutores, animadores, cantantes, actrices y actores!

Con toda libertad para inventar, preparaban exposiciones sobre un tema que cada quien escogía según sus gustos e intereses, individualmente, después en grupo, luego en equipo, con fotos o con videos, con láminas de rotafolio o con imágenes proyectadas, con teatro o con títeres y, luego de tres meses de investigación y preparativos, armaban una suerte de feria del conocimiento en el patio techado y allí cada cual exponía sus hallazgos a los niños más pequeños de los otros grados ¡Y, de ñapa, hasta regalaban caramelos a los que respondían correctamente a las preguntas sobre el tema!…

La Seño Nana era ángel custodio de la biblioteca, hada madrina de las palabras, encanto de poesía. Conocía tanto a cada alumno de cada grado que, con la mayor asertividad, podía recomendarle a cada quien el libro preciso para su gozo. Gracias a ella, Raúl, por ejemplo, conoció a Emilio Salgari y se identificó con el pirata Sandokán, el Tigre de la Malasia, y gracias también a la Seño Nana conoció a Edgar Rice Burroughs y su héroe máximo: Tarzán, el rey de los monos. Es decir, Nana no arrullaba con canciones para dormir sino con palabras para despertar, con historias dardadas hechas de letras agudas.

Un día estaban en la biblioteca investigando sobre unos temas de salud. Entre el silencio de los susurros, los estudiantes hojeaban y ojeaban; murmuraban y se reían también en voz baja; tomaban notas y se pasaban dibujitos; trocaban billetes en piezas de miniatura y se hacían expertos en el arte del origami, creando piezas mínimas que cabían en una mano de secreto: pajaritos, pelotitas cuadradas, cisnes, grullas, vestidos, muebles, corazones alados, trajes de novia, flores, aviones ¡y pare usted de contar! Para instruirles en geometría y matemática, Nana les había enseñado el arte de la cocotología ¡Y le metían ingenio a la invención de nuevos plegados!

Una niña llamada Natalia aprovechó para regalarle un cohete a Raúl, él le hizo un sacapiojos; los dos estaban más contentos que unos papelillos…

Nana sabía que aquello era arte y parte del bello ritual de la biblioteca de una escuela como la suya y permitía, feliz, que esa especie de coro de hormigas se formara allí. De vez en cuando, levantaba la vista del libro que tenía en las manos para echarles un ojo a su muchachada y volvía a su lectura.

Natalia y Raúl intercambiaron papeles plegados y hasta un beso se dieron en el fondo del salón. Nana levantó los ojos por sobre los lentes justo en ese momento y los cazó.

Esa tarde no hubo merienda, hubo fiesta: celebración de los nuevos amores.

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