Ha dicho Nicolás Maduro, hinchado y sin ruborizarse, que Venezuela necesita una cultura tributaria. Me apresuro a decir que esto debe traducirse en que el régimen prepara una arremetida fiscal contra empresas empobrecidas y trabajadores que, en su mayoría, reciben salarios miserables, resultado neto de las políticas económicas del régimen.

En su palabrerío, Maduro ha citado el ejemplo de Europa. En efecto, se trata de uno de los modelos fiscales más eficientes en el mundo. Sin embargo, al contrario de lo que Maduro se propone, que no es otra cosa que aumentar las metas de recaudación —más dinero para la voracidad desbordada del régimen—, debe recordarse que lo que se entiende por una cultura tributaria es, en lo esencial, un acuerdo de intercambio que se produce en el seno de la sociedad. Veamos.

El factor primordial de ese intercambio es un ciudadano que se siente involucrado, partícipe, considerado por el modelo general de funcionamiento de la sociedad. Un ciudadano que, en alguna medida, comparte ciertos valores y ciertas actitudes ante el desenvolvimiento social.

Pero si el ciudadano siente que el modelo no le devuelve nada, que lo oprime, que no le ofrece garantías de ningún tipo, si siente que el modo en que funcionan las cosas no guarda relación alguna con su vida ni con sus expectativas, el objetivo de establecer una cultura tributaria no es viable. Peor aún: si el ciudadano siente que su vínculo primordial con cuanto lo rodea es el miedo, tributar no puede ser parte de su agenda, porque sabe que moneda que tribute será una moneda invertida en acorralarlo, en perseguirlo. Es por eso que ninguna dictadura ha logrado nunca establecer una cultura tributaria, sino que, por el contrario, lo que hacen es poner en marcha un sistema fiscal-policial, que tiene su fundamento en la coerción y el acoso.

Una cultura tributaria exige, además, un Estado de instituciones autónomas, transparentes, sometidas a procesos públicos de rendición de cuentas, y no entidades que funcionan como comisarías políticas, tal como ocurre en Venezuela, donde el ente recaudador actúa para amedrentar a personas naturales y jurídicas a las que el régimen estigmatiza como enemigos.

Y hay algo más, también condición imprescindible de la hipótesis de una posible cultura tributaria: la calidad del funcionariado. El profesionalismo del funcionariado, su autonomía, su desarrollo profesional, sus prácticas inseparables de la ley, todos requisitos que están reñidos, profundamente reñidos, con métodos coercitivos, extorsivos y de violación de procedimientos y leyes, que son práctica corriente de fiscales y funcionarios del Seniat, quienes, además, gozan del mismo privilegio que los jueces, los fiscales, los militares, los policías, los altos funcionarios, los diplomáticos y los amigos del régimen: impunidad. Plena impunidad. Son parte de la casta que puede actuar a sus anchas, sin límites, miembros privilegiados de esa inmensa y extendida red de funcionarios que extorsionan, cobran sobreprecios, montan alcabalas y asaltan los bolsillos de todos.

En una Venezuela en la que, desde hace más de dos décadas, el Seniat anuncia todos los años récords de recaudación y, muy importante, cifras que sobrepasan las metas. En la Venezuela donde el sistema eléctrico se ha erigido en uno de los mayores enemigos públicos de la vida cotidiana, pero también de la producción y del trabajo. En la Venezuela donde no existe sistema de seguridad social (factor fundamental que Maduro omite en su alabanza al modelo europeo), ni hospitales que aseguren la vida de los venezolanos. En la Venezuela en la que el Estado importa medicamentos que llegan al extremo de causar la muerte.

En la Venezuela de las escuelas sin agua, ni energía eléctrica, ni acceso a Internet, ni baños, ni desagües, ni pupitres, ni pizarras, ni materiales pedagógicos ni los recursos básicos que garanticen un servicio educativo que ofrezca aunque sea un estándar básico de formación. En un país en el que los ingresos por venta de petróleo y derivados han sido por casi 25 años de tal magnitud que ninguno de estos problemas que he mencionado deberían existir; digo, en una Venezuela como la que tenemos hoy, ¿es posible crear una cultura tributaria? No. En absoluto. ¿O lo posible, el camino real de Maduro y sus sanguinarios, es refinar al Estado terrorífico para que sus instrumentos de coerción sean todavía más inquisitivos y despiadados?

Y todavía me queda añadir la guinda del pastel: ¿una cultura tributaria en un país gobernado por un grupo de mafias ladronas, violadoras de los derechos humanos, maestras de la tortura y la represión, destructoras de la autonomía de los poderes públicos y el Estado de Derecho? ¿Una cultura tributaria en un país donde 5 millones de empleados públicos reciben salarios de hambre y la obligación de mantener lealtades políticas a un régimen al que odian unánimemente? En definitiva, ¿una cultura tributaria que incremente la recaudación, recaudación que irá a parar a las cuentas y a engordar el número de bienes que los ladrones han adquirido con los dineros robados?


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