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Estamos próximos a un nuevo aniversario de los eventos del 11 de abril de 2002. Hace 22 años la historia de Venezuela hubiera podido enmendarse si se hubiera seguido el hilo de las decisiones ideales exigido para esa coyuntura. Una secuencia alejada de las pifias, de los errores y de los disparates; también de los miedos y de la ausencia de coraje, que convirtieron lo que pudo ser una gesta de recuperación de la vigencia de la Constitución Nacional y de la recuperación del Estado de derecho en una chambonada política y militar. Una comedia que hay que rememorar cada cierto tiempo de lo que pudo haber sido y no fue, y por lo que se suspira en el marco de la alternativa más viable para alcanzar un cambio político en Venezuela, tal cual como se desenvuelven las cosas políticas y militares. Cada vez que se revive esa fecha en cada quien surge el lápiz rojo a la manera de examen final para evaluar la ristra de metidas de pata de los protagonistas con la comparación del modelo ideal con la plantilla de decisiones personalizadas del momento. Como si se estuviera tuneando el cacharro en que resultó el 11 después del 13, que cuando se convierte en una crónica ideal después del remplazo de las piezas oxidadas, la incorporación de repuestos nuevos y modernos, la latonería narrativa pertinente y la pintura que la haga atractiva a la mirada del público pueda exponerse y hacerla atractiva para la oferta. Alguien puede interesarse a futuro. Todavía hay tiempo. De manera que aquí va la ucronía con toda la realidad contra factual, después de 22 años.

«A las 4:00 de la tarde del 11 de abril de 2002, después de que el vicealmirante Ramírez Perez, jefe del Estado Mayor de la Armada y el grupo de oficiales generales y almirantes se pronunciaran públicamente a través de los medios de comunicación contra el gobierno de Hugo Chávez desde la torre Edicampo en Chacao, ya el régimen estaba caído. Cuatro horas antes desde el quinto piso de la sede del comando general, el comandante general del Ejército había estado preparando su alocución desde el mediodía, mucho antes de que el primer muerto de la gigantesca manifestación de la gente en la calle se dirigiera a Miraflores. Cuando las alcabalas 1, 2, 3 y 4 del Fuerte Tiuna empezaron a cerrarse y todo el tránsito pesado fue orientado desde Tazón por la número 6 frente a la Unefa para evitar que las tropas del batallón Bolívar y los carros de combate Dragón del Batallón Ayala salieran hacia el Palacio de Miraflores, en ese momento el jefe militar se equilibró. Puso los pies sobre la tierra. Las dudas que mantenía desde una tarde de octubre de 2001 cuando fue contactado por el general Rigoberto Martínez, su jefe logístico, ya se habían disipado. La gigantesca movilización del pueblo convocado para ese día se había impuesto sobre sus naturales ambigüedades e indecisiones personales y profesionales con que se le conocía. Había decidido cruzar el Rubicón ese jueves y tirar la parada haciendo honor a sus ancestros gochos en las parábolas del poder. Toda esa ristra de andinos que ocuparon Miraflores durante todo el siglo pasado, desfilaron por el lente de la memoria de sus ascendientes militares que flaqueaba a veces, apuntándolo con el índice acusatorio de la oportunidad de su vida para hacer historia. La que ponía en el dilema de cambiar el menudo por la morocota al decir del Florentino Coronado de la novela Cantaclaro de Rómulo Gallegos. Cipriano Castro, Juan Vicente Gómez, Eleazar López Contreras, Isaías Medina Angarita, Marcos Pérez Jiménez y Carlos Andrés Pérez como los cadetes de la Billo’s pasaron en correcta formación iluminándole la decisión. ¡Alea jacta est! Como empujándolo a echar la suerte y a cumplir con su deber de soldado. Rapidito -así lo mentaban coloquialmente en los bajos fondos de la joda, amigos, superiores, compañeros y subalternos del Ejército, había pasado de su punto de no retorno. Estaba más allá de la mitad del puente. No había oportunidad para flaquear. En todo caso, tal como estaban desarrollándose los eventos políticos de la calle, la decisión del componente era una prueba también de lealtad y consecuencia frente a un dilema ético: mantener la fidelidad hacia su comandante en jefe que había violado la carta magna en múltiples ocasiones y que ahora lo expresaba con los muertos en Puente Llaguno; o hacia su juramento de defender la patria y sus instituciones. ¡Sí, lo prometo! Eso se le remachaba con insistencia desde que se despidió de su familia a primeras horas de la mañana. Ya se había decidido por esta última ruta. Seguir abrazado con la ruta constitucional. Darle cumplimiento a la palabra empeñada en el juramento ante la bandera nacional desde la ceremonia de graduación conjunta de alféreces y guardiamarinas en julio de 1973.

Efraín, cuando las tropas salen a la calle a darle cumplimiento a un plan de operaciones para controlar el orden público e impedir que eso escale a orden interno, es sumamente difícil distinguir esa delgada línea divisoria que separa lo constitucional del abuso. La adrenalina del soldado represada en el dedo índice que está curvado en el disparador no está repasando las líneas de textos de derecho constitucional. El soldado armado, en la calle, solo sale a una cosa. Ese es el riesgo de todo comandante. Ese es el argumento perfecto para enfrentarte públicamente al presidente, desconocer su autoridad con un pronunciamiento y atrincherarte con el Ejército. Con las bocas de fuego más poderosas en la capital de la república, a tu disposición. Eso es poder.

—Gracias Pollo, por el consejo. Mientras colgaba el teléfono empezó a repasar sus decisiones asomado en el amplio balcón de su despacho. Los segundos comandantes en la tercera división, la 31 brigada, los batallones Bolívar y Ayala, el regimiento de comunicaciones, de ingenieros y logístico tenían instrucciones específicas de detener a los comandantes titulares. El comandante del regimiento de policía militar ya tenía habilitados los calabozos de destino. Había acordado con Carmona y Ortega integrar la junta de gobierno tripartita un mes atrás desde la quinta La Esmeralda en un acto que frenteó por el cardenal, el padre Ugalde. Se había reservado el poder de mantenerse al frente del Ejército, en tanto que el ministerio sin ningún valor operativo se reduciría a una función burocrática con el marino al frente. La fuerza estaba en el otro quinto piso. En algún momento el hombre de Fedecámaras le sugirió protocolos relacionados con juramentación y discursos en Miraflores y se negó. No era el momento. Ramírez también se lo sugirió y le ratificó la negativa. Había que reorganizarse una vez que se alcanzara el objetivo con la renuncia de Chávez en la mano. Y consolidar la nueva república. Después habría tiempo para uniformes de gala y para actos. Mientras tanto era el tiempo del atuendo de campaña. De combate. Estaba claro que era un momento de resoluciones enérgicas, de despejar las dudas y distanciarse de los indecisos. De limitar la movilización y controlar medios. Llegado el caso, Carmona y Ortega, y quien se coloque a contravía de recuperar la Constitución y la democracia, también irían directos para el regimiento de policía militar bajo su responsabilidad».

Cada 11 de abril esta es la respuesta escueta que se da para la evaluación. Con la que se le coloca el rojo de raspado a todas las decisiones de aquel jueves y parte del viernes 12. Esa respuesta tiene también mucha vigencia hacia el futuro y la seguirá teniendo con la necesidad de un padrino de bautismo y bailarla con la armonía y el ritmo de una murga para poder escribir la crónica ideal después, bien ajustada a la verdad sin tunearla. La verdadera.

Hace 22 años la historia de Venezuela hubiera podido enmendarse si se hubiera seguido el hilo de decisiones ideales exigido para esa coyuntura.


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