«La hybris consume al tirano», nos dice Sófocles. Salvadas las distancias temporales, políticas y culturales, permanece la idea de que el gobernante puede acabar destruido por una serie de defectos como la desmesura, la carencia del sentido del límite, la falta de respeto a la esfera del prójimo. Y la arrogancia. Ojalá pudiéramos trazar una alegoría donde un Sánchez reproduce los errores fatales de héroes mitológicos a los que los dioses favorecen o castigan gratuitamente. Pero no lo merece.

Nos ocupa un individuo que no se ha atenido jamás como gobernante a restricciones éticas. Y sin ética no hay conflicto interno. Esa ‘hybris’ cojea. Los personajes interesantes en la mitología, en la novela o en la historia luchan consigo mismos a la hora de tomar ciertas decisiones. Nuestro caso no contiene valores y contravalores y, por ende, no pueden imponerse a veces unos y a veces otros. Su desmesura es pura y original, como una miel avinagrada por la humedad. El autócrata llegó con esta característica de serie. Cada vez que algo le puede beneficiar personalmente, opta por ello. Sin dudas ni remordimientos, sin conflicto. Por cierto, beneficiarle a él consiste simplemente en maximizar su poder el mayor tiempo posible.

Eso lo explica casi todo: de la toma obscena de las instituciones a la arbitrariedad en el uso del indulto, de la prepotencia jactanciosa de su discurso a las leyes a la medida de unos pocos, de la cosificación del adversario a la concesión de privilegios a quienes sirvan a sus dos únicas instrucciones de programación: más poder y más tiempo en él. Es una lástima que la voz «hybris» le venga tan grande, porque nos ahorraría un saco de adjetivos, aunque podríamos hacer la vista gorda tirando del uso común (e impreciso) del término griego.

Una de las finalidades de la crítica al poderoso –como esta– es que le alcance. Querría que me entendiera Sánchez. Un problema, sin duda, pues nos obliga a dar explicaciones que alguien medianamente culto no precisa. Lo gracioso es cuando eso lo hace él con conceptos recién (y mal) memorizados. Al contar lo que es una proyección freudiana en el debate de su vergüenza era evidente que él mismo se acababa de enterar, que algún asesor le había invitado a usar una acusación que, lanzada por el rey de la proyección, mueve a risa. ¿Más pruebas? Sobre la ingenuidad de definir la proyección está el hecho –doble sonrojo– de que olvidó la palabra tan pronto como pasó de ficha, llamando insistentemente a la proyección «reflejo» en varias de las interrupciones que siguieron.

Esas interrupciones, que tardaremos en olvidar, dan fe de una absoluta incapacidad para el diálogo. Mucho menos para la discusión civilizada. Sánchez no es apto para debatir sobre ideas. Por eso no precisaba los cuatro días que se reservó, suspendiendo la participación en campaña para preparar minuciosamente su ridículo. Aunque hubieran sido cuarenta. Como decimos en catalán, «d’on no n’hi ha, no en raja». Literalmente, no mana de donde no hay. O sea, no se pueden pedir peras al olmo. Aquel olmo animado que compareció en el plató con el baile de San Vito es en parte como el olmo de Machado, seco y en su mitad podrido. Pero sin hojas verdes a la vista, por muchas lluvias de abril y mucho sol de mayo que haya recibido. Los de la ceja, o la «zeja», que han resucitado de pronto para guiar nuestro voto desde la autoridad que les confiere componer canciones y dirigir películas, esperan también, como don Antonio, hacia la luz y hacia la vida otro milagro de la primavera. Abandonad toda esperanza, «d’on no n’hi ha, no en raja«.

La desmesura griega, convenientemente bastardeada por el entorno, por la pavorosa falta de lecturas y la consiguiente incapacidad para mantener una polémica aseada sobre hechos y proyectos, no le ha llegado con el ejercicio del poder. No es el gobernante adusto al que aqueja con el tiempo el síndrome de La Moncloa (como le pasó a Aznar). No es un Rajoy que esconde su bagaje cultural pretendiendo que solo lee Marca, y al que no le aquejó ningún síndrome porque la pereza podía más. No es Felipe González, tan aparentemente cauteloso que empezó con este deseo: «Quiero que España funcione». Acabó dejando un reguero de millonarios, empezando por él. Sánchez no apareció con intenciones constructivas para luego malearse; lo asombroso es que el hombre ya venía maleado de fábrica. Algo empeorado incluso por el afán de venganza contra los suyos, que le habían destituido. Por eso no tardó nada en subirse a un helicóptero para vacilar en la boda del cuñado. Con cincuenta guardias. Qué horterada. Ni en posar como JFK en su inseparable avión. Ni en obligar a los uniformados a hacer una formación en uve con él de vértice. No, la ‘hybris’ es más trágica, casa mal con las escenas cómicas que Sánchez ha dejado.

Instinto de supervivencia no le falta, eso se vio cuando recurrió a la militancia para doblegar a la organización y hacerse con ella de nuevo. Es ese un camino que en la izquierda funciona, a la vista está, quizá porque los militantes, los paisanos que confunden la política con pegar carteles, siempre son más exaltados, más dados al no es no, al pensamiento tosco y la adicción a la consigna, más de emocionarse y de querer borrar al adversario, o al menos amordazarlo. Sánchez encarna al militante arquetípico. Al de izquierdas. El militante de derechas tiene más apego a sus valores que a sus siglas, como se ha encargado de demostrar en su último libro Federico Jiménez Losantos. Es más proclive a votar a quien defiende sus valores que a defender él una camiseta porque sí, porque es su equipo.

Artículo publicado en el diario ABC de España


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