La semana pasada el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, logró materializar otra de sus promesas de campaña electoral y parte de los anuncios de política exterior dados a conocer en febrero de este año: la celebración de la Cumbre de la Democracia (10 y 11 de diciembre de 2021).

La convocatoria de Joe Biden se presenta bajo un contexto internacional preocupante en el que las fauces del autoritarismo mundial se siguen extendiendo ante la actitud pasiva e impotencia de las principales democracias. Precisamente, los desafíos del autoritarismo, la lucha contra la corrupción y la defensa de los derechos humanos formaron parte de los platos principales del menú ofrecido por la Casa Blanca.

En esta cita con formato virtual participaron representantes gubernamentales y de la sociedad civil de países “especialmente” seleccionados por el Departamento de Estado (110), de acuerdo con criterios no muy bien definidos, a juzgar por la variopinta lista, pero que hay que interpretar están asociados, por un lado, a la relación estratégica o de cooperación de los invitados con Estados Unidos y, en otro sentido – tal vez el más pertinente (en teoría) -, a lo que debería ser el apego del conjunto de participantes a ciertos atributos del régimen de democracia liberal y representativa.

Este último punto sobre los atributos democráticos requeridos plantea en sí un debate respecto a la idoneidad de la convocatoria.

Para ayudar a la mejor comprensión del lector, y tomando en cuenta, por ejemplo, el prestigioso Índice de Democracia de la Unidad de Inteligencia de The Economist (2020), tenemos que la lista de convocados a la Cumbre de la Democracia incluye desde países pertenecientes a la categoría de democracias plenas como Alemania, Noruega, Uruguay y Costa Rica, pasando por el grupo de los llamados regímenes híbridos (Ucrania, Liberia, Kenia, Paquistán e Irak), hasta incluso algunos países de la peor evaluada categoría de régimen autoritario, caso de Níger, Angola y República Democrática del Congo. Esto nos da una idea de lo complejo que puede llegar a ser la concreción de acuerdos y compromisos de consenso.

A todas luces la iniciativa estadounidense pretendió enviar un mensaje claro y directo al eje Moscú-Pekín, cuyos gobiernos por supuesto excluidos de la lista de participantes, se embarcaron en una campaña de descrédito desde el mismo lanzamiento formal de la propuesta, en agosto de este año. Por otro lado, debe verse como un llamado de atención, tanto a los gobiernos con expedientes democráticos cuestionables, pero incluidos paradójicamente en la lista de invitados (casos de Filipinas y Polonia), como a aquellos fuera de ella, a los que se les estaría animando a tomar nota y rectificar, sirviendo esto de estímulo para su admisión eventual al “club de los chicos buenos” (Arabia Saudita, Egipto y Turquía, entre otros).

Estamos hablando de un evento de relativo bajo riesgo y costo político, sobre todo por su carácter virtual, en el que hubo – como era de esperarse – muchas declaraciones de principios y saludos a la bandera, pero que careció “tristemente” de acuerdos y compromisos concretos, salvo la propuesta del país anfitrión de convocar a una segunda cita, esta vez con carácter presencial y en una fecha a ser definida, en 2022.

Más allá del enjuto resultado – ya previsto de antemano por el tibio formato y la desconcertante y disímil lista de participantes -, la Cumbre de la Democracia sólo puede ser evaluada como un intento exploratorio del gobierno de Estados Unidos que apunta hacia la elaboración de un inventario predecible de ya seguros, así como de potenciales aliados, que puedan acompañarlo en su difícil cruzada contra las despóticas y autoritarias tendencias de hoy día; una lucha que se sintetiza en el afán de Washington de recuperar su imagen de líder de un orden mundial liberal en peligro de extinción.

Visto de otra manera, es posible que el gobierno de Estados Unidos quiera con esta iniciativa aventurarse en enfoques maniqueístas propios de la Guerra Fría – quizás una de las pocas cartas a la mano – para de alguna forma romper con la tendencia de caos y desorden que caracteriza al actual sistema multipolar de relaciones internacionales.

Por supuesto que las posibilidades de éxito de un enfoque semejante son mínimas, considerando la situación de una potencia como Estados Unidos que en la actual coyuntura carece de los recursos necesarios para forjar un frente democrático sólido y unitario al estilo del solicitado durante la recién finalizada cumbre, en medio de un escenario internacional donde la moral, los principios y los valores liberales de un ideal Estado de Derecho no pueden competir con las necesidades materiales y de supervivencia de los pueblos que cada día cuestionan más sus imperfectos “sistemas democráticos”, y caen en la tentación de falsas y engañosas ofertas populistas.

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