Con el cierre de 2019 en puertas, llega el momento de realizar un saldo y resumen sobre lo que ha sido el presente año. Un año cargado de muchos elementos sorpresivos que, con el tiempo, se han ido difuminando y perdiendo peso. Y es que el tema político lejos está de contar en estos momentos con la misma efervescencia de principios de año. De hecho, por múltiples razones, pudiera incluso afirmarse que el impulso y el momento de todo lo que implicó Juan Guaidó, su presidencia y liderazgo, ha pasado a un segundo plano, en tanto que el poder de Nicolás Maduro, si bien se ha debilitado –sobre todo financieramente–, ha hallado la manera de estabilizarse dentro del caos.

Esta estabilización dentro del caos, por supuesto, tiene un costo político. Y dicho costo político implica la liberalización de la economía. Una liberalización hecha de forma maltrecha, coja e incompleta, toda vez que adolece de fortaleza institucional, de anclajes institucionales y de una convicción desde la coalición de poder que refleje la importancia de conducir la economía hacia el sendero de la libertad, el libre mercado, y el respeto a la propiedad privada.

A pesar de ello, Maduro y quienes aún toman decisiones de política económica en Venezuela han empezado a dar muestras de liberalización y apertura que en otros tiempos serían impensables. Su “derogatoria” de las regulaciones contra los ilícitos cambiarios, levantamiento de ciertas barreras arancelarias, flexibilización del control de precios de forma selectiva, aceptación de facto de medios de pago en moneda extranjera, aceptación por vía judicial del pago de cánones de arrendamiento en materia comercial en divisas, drástica reducción del gasto público y monetización del déficit, e incluso la publicación de cifras macroeconómicas por parte del Banco Central de Venezuela.

¿Qué cambió dentro del círculo de poder para que se presente este giro? Esta respuesta solo la sabrán aquellos que se encuentran en la camarilla del chavismo, que fiel a su tradición se ha caracterizado por un profundo hermetismo. Lo cierto del caso es que la dinámica económica cambió, está cambiando y seguirá cambiando. Se vive un momento de transición, no en lo político pero sí en lo económico.

Es muy probable que este año el sector privado sea el principal actor en la constitución del producto interno bruto del país. Y lo será por la sencilla razón de que el Estado como agente económico colapsó. Y colapsó como actor y como árbitro incapaz de establecer el imperio de la ley y el orden. Por supuesto, se está frente a un sector privado pequeño, raquítico, descapitalizado, pero sector privado al fin. Y puesto que el Estado se encuentra imposibilitado de seguir en la dinámica económica, pues otros serán los que tomen el testigo para seguir adelante. De allí que en nuestra pequeña economía surjan nuevos actores en la provisión de bienes y servicios y en el intercambio propio de la actividad económica.

Por supuesto. No era este el proceso de apertura que se tenía pensado, pero es el que se tiene y el que se vive. Lejos de tener una economía competitiva y abierta, basada en el mercado, Venezuela cada día se desplaza más hacia un modelo mercantilista y de privilegios, con semejanzas a los procesos de privatización ocurridos en China y sobre todo en Rusia, en los que la planificación centralizada y el estatismo mutó en un capital privado manejado por un puñado de oligarcas cercanos al gobierno.

Desplazada la contienda política en el corto y mediano plazo, el punto de debate parece ser este. ¿Prevalecerá en Venezuela el modelo chino o seguirá hundiéndose el país en la ruta de un Estado fallido? En los próximos meses y años, la respuesta está por verse.

 


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