La economía venezolana se encuentra sumergida en la crisis más profunda de los últimos cincuenta años como consecuencia de las incongruentes e irracionales políticas aplicadas en los tres lustros precedentes. El régimen desatendió la circunstancia de que el ritmo de la modernidad, impuesto por la globalización, demandaba cambios en la estructura económica del país, lo que forzaba a un proceso de adaptación a los nuevos desafíos que se confrontaban; no se hizo nada al respecto, los desafíos permanecen, agravados por la inacción gubernamental, con la infeliz circunstancia de que ahora los recursos de los que disponemos para enfrentarlos son más reducidos y vulnerables.

La lección fundamental que esta crisis nos proporciona es que el Estado tiene asignado ciertos roles para su participación en el devenir económico, pero no puede sustituir a la iniciativa privada y mucho menos ignorar lo que esta aporta. En síntesis, es menester observar un adecuado equilibrio entre el gobierno, el papel del mercado y contar con las importantes contribuciones de las instituciones privadas y no gubernamentales. En Venezuela hemos perdido esa noción de equilibrio, de allí los grandes desajustes que padecemos.

La visión errónea del régimen condujo a esta crisis. Dificultó que los principales responsables de la toma de decisiones en el sector público y en el sector privado pudieran visualizar los acuciantes problemas que confrontamos y cómo gestionar eficazmente sus consecuencias. De hecho, los errores cometidos prolongarán y profundizarán los efectos perniciosos de los desequilibrios, como lo podemos constatar en el día a día del desenvolvimiento del país. Si el régimen hubiese tomado las decisiones acertadamente y no pensando exclusivamente desde el punto de vista de la conveniencia política, estaríamos en mejores condiciones de vida para todos los ciudadanos y no transitaríamos por el siglo XXI con una sociedad dividida y en confrontación permanente, se habría evitado la erosión de la confianza y la seguridad jurídica, el debilitamiento del tejido institucional, la mala utilización de los escasos recursos disponibles y un desempleo que crece vertiginosamente. En fin, una mayor vulnerabilidad económica y un evidente rezago frente a la mayoría de las economías del orbe.

Para valorar la crisis que vivimos en toda su magnitud deberíamos contar con cifras creíbles y reales producidas por los entes estatales creados con esa finalidad, pero la falta de transparencia que caracteriza la acción del régimen, el engaño sistemático a que somete a la población con la opacidad estadística, la no publicación de los resultados de las variables macroeconómicas, el fraudulento “maquillaje” de las mismas, no permiten disponer de la información relevante para la toma de decisiones. Sin una buena información la economía no puede funcionar; los agentes económicos privados nacionales y extranjeros no pueden interpretar cabalmente lo que ocurre, se desincentiva la inversión reproductiva a futuro y se asumen posiciones de defensa del patrimonio existente, se genera un ambiente que auspicia y profundiza la caída del producto y su consecuente destrucción de empleos. Por su parte, el sector público, a pesar de disponer información privilegiada, no la utiliza para orientar sus acciones y continúa cometiendo garrafales errores.

Finalmente, el gobierno de Maduro está intentando instrumentar determinadas medidas supuestamente en beneficio de la economía nacional. El equipo que lo acompaña está  virtualmente integrado por las mismas personas altamente involucradas en la secuela de errores cometidos desde que el chavismo gobierna. Sus análisis, modelos y valoraciones económicas, a lo largo de su desempeño burocrático siempre han sido equivocados, defectuosos y carentes de racionalidad. Por tanto, la pregunta clave que todos nos formulamos es: ¿ese equipo de gobierno es el adecuado para plantear una nueva visión de cómo gestionar la economía y asumir las decisiones difíciles que hay que adoptar?


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