Foto Cristian Hernandez / AFP

Lamento decirlo, pero no conocí a Jaime Tello. Vivió al parecer largos años en Venezuela pero nunca dejó de ser colombiano. Era destacado hombre de letras y dueño de un estupendo sentido del humor y de cierta  sorna taimada y agridulce. Me ocurre a veces elegir al azar un libro de mi biblioteca: Nada sagrado (Zen Flesh Zen Bones). por ejemplo, un grupo de relatos de maestros zen chinos y japoneses de varios siglos atrás editado por Garbizu y Todtmann en 1976 y de inmediato aparece el nombre de Jaime Tello como traductor del inglés, lo que revela que Jaime estaba metido en todo. Recordaré el par de veces que nos vimos porque en cada una de ellas me dijo cosas que difícilmente pueden olvidarse. En la primera aseguró ser un ciudadano sin ataduras burocráticas porque era hombre jubilado de cualquier responsabilidad que lo obligase a marcar tarjeta o llegar a una hora exacta a la holgazanería de su trabajo. Y precisamente lo decía a un joven que apenas iniciaba la suya al frente de la Cinemateca Nacional. Pero en la segunda vez casi lo muerdo de envidia porque me reveló no solo uno de los mas absurdos y desconcertantes vicios del ser venezolano, sino la no menos absurda y fácil manera que tiene Colombia para declararle la guerra a Venezuela, rendirse de inmediato y seguidamente apoderarse del país venezolano sin disparar un tiro.

En teoría, la estrategia resultaba perfectamente impecable: Colombia sin motivo alguno y solo de palabra agrede a Venezuela y se declara en guerra. El belicoso espíritu venezolano que no aceptará jamás que unos miserables cachacos perturben la lozanía de su tradicional prepotencia responde acaloradamente e invade a Colombia, pero inesperada e inexplicablemente, Bogotá levanta los brazos y se rinde. Entonces, la bandera venezolana ondea victoriosa en todos los edificios de la hermana república.

Pero aquí aparece Jaime Tello: como los venezolanos son tan amigos de convocar a elecciones con fraude o sin trampas: legales o ilegales; con observadores internacionales o sin ellos; con Tibisay o con alevosas tecnologías, con o sin Smartmatic; con electores o sin nadie votando, llaman a referéndum y Colombia, que cuenta con algo más de 50 millones de habitantes, acude a las mesas electorales, gana por mayoría y la bandera colombiana es la que se ve ondear en el Palacio de Miraflores.

Tello no sabía entonces que el imperio soviético se iba a desmoronar sin recibir un disparo; que el Muro de Berlín iba a implosionar como un Chacumbele cualquiera; que el cubano Fidel Castro iba a apoderarse del país venezolano mientras Hugo Chávez en Puerto Ordaz le tiraba besitos volados y más tarde el propio Nicolás Maduro iba a aceptar sin vergüenza alguna al calificativo del peor gobernante colombo venezolano de todos los tiempos y cambiar oro venezolano por mala gasolina persa.

Seremos pésimos vendedores y peores compradores si en el momento de comprar y vender actuamos como delincuentes de talla, con mentes ejercitadas en el crimen, ávidos recolectores de los cuantiosos beneficios del lavado de dinero y militantes de un populismo convertido en izquierdoso asalto en descampado comprometidos con la extensa red del tráfico de drogas, el terrorismo islámico y la mala conciencia.

Elecciones sin electores forjaron el último y escandaloso fraude venezolano del 6 de diciembre, llamado con pestilente acierto la madre de todos los fraudes. La mala política y los gobernantes al caer tienden a sujetarse a la farsa electoral desde el momento mismo en que la historia comenzó a nombrar a los déspotas.  Pero en Venezuela poner las cabras a votar es de uso corriente. Y seguiremos tolerando nuevos fraudes, pactos y sumisiones. Además de la indiferente complicidad de la comunidad internacional, cobarde y melindrosa, pero también de la propia “oposición” venezolana incapaz de reconocer que bajo la máscara política del régimen se oculta el verdadero rostro del patíbulo y de la delincuencia. Personalmente, no me veo dialogando con el malandro que me viene a matar. No me imagino pactando con los atracadores que han arruinado a mi país. Que han logrado la hazaña de que un dólar valga mas de 1 millón de sacrificados bolívares o dicho de más triste manera: que Bolívar haya dejado de ser el insuperable héroe que llegó a ser incluso en medio de su estrepitoso fracaso.

El régimen narco, militar y despótico continúa haciendo de las suyas. Seguimos muriendo de hambre o ahogados frente al mar de Güiria o en las turbulentas aguas vecinas a Trinidad y Tobago, una nación que no logra mantener una vela encendida en los altares de mi geografía humana.

Sin embargo, era hacia Trinidad adonde mi papá, en medio de los delirios de la fiebre provocada por la extirpación de uno de sus riñones, quería irse. Nunca antes se le escuchó nombrar a ese Estado insular, pero me di cuenta de que se trataba de una astucia suya, pueril: creía que si ponía al mar como obstáculo impedía que la Muerte lo alcanzara. Don Pablo trataba de hacerle trampas a la Muerte, se comportaba como Antonius Block (Max von Sydow) aquel caballero medieval que en El séptimo sello, (Det sjundet inseglet, 1957, de Ingmar Bergman) de vuelta de las cruzadas, desafía y hace trampas a la Muerte en un partido de ajedrez.

La Muerte espera ahora a “náufragos” venezolanos.


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