No hay mal que dure cien años reza el refrán, y hace poco, el 12 abril, se cumplieron 136 años del descubrimiento del primer yacimiento de petróleo crudo en Venezuela. El hallazgo se produjo en una hacienda de Manuel Antonio Pulido, La Alquitrana, que estaba en las afueras de Rubio, estado Táchira. El hacendado, ni corto ni perezoso, constituyó la primera compañía petrolera venezolana para dedicarse a explotar el yacimiento. Se llamó «Compañía Nacional Minera Petrolia del Táchira» o «Petrolia del Táchira». Más tarde, él y sus socios construyeron la primera refinería del país, donde se producían mensualmente 60 galones de gasolina, 165 de kerosén, 150 de gasoil y 220 de residuos.

Respecto al hidrocarburo nacional hay millones de palabras escritas. No en balde su uso se remonta en nuestro territorio a varios siglos antes de su predominancia en el escenario económico mundial. Los indígenas le llamaban mene y lo utilizaban para calafatear sus canoas, de allí la posibilidad de hacer sus temibles incursiones por todas las islas del Caribe. A finales del siglo XVIII Alejandro de Humboldt describió un yacimiento en Araya; en 1839 el doctor Vargas, José María, realizó un estudio sobre las existencias en Venezuela y escribió en su documento: “Es mi única convicción que el hallazgo de las minas del carbón mineral y de asfalto en Venezuela es según sus circunstancias actuales más precioso y digno de felicitación para los venezolanos que el de la plata u oro”.

Los vaivenes del carburante del mundo a partir del pasado siglo han sido determinantes, para bien y para mal, de la historia humana en la última centuria. Fuente de riqueza fácil para países de gobiernos tiránicos, punto de partida para desarrollo físico de otros, espinazo del sistema económico occidental.  Son incontables las lecturas e interpretaciones que se le pueden dar al llamado “excremento del Diablo”, epíteto con el que Juan Pablo Pérez Alfonzo bautizó al petróleo. Debe recordarse que ya en 1947 Luis Felipe Calvani había alertado sobre los riesgos inherentes a su producción y escribió ese año: “La industria petrolera no ha beneficiado al país; al contrario, lo ha perjudicado”.

A pesar de los pesares la principal fuente de ingresos de Venezuela se desarrolló hasta convertirse en un modelo para muchos. Su desarrollo y establecimiento como esencia nacional si bien estuvo lleno de aciertos, también tuvo muchísimos yerros. No pocos crápulas se enquistaron en sus espacios para desarrollar holgadas fortunas; a la sombra de la meritocracia nacieron grupetes como el de los llamados “petroespías”, una pandilla de niños bien de clase media y alta, que trabajando en las llamadas filiales petroleras manejaban información privilegiada con la cual obtenían pingües beneficios con los que llevaban vidas de boato saudita.  Hubo otros que luego de pasar por la “industria”, donde ingresaron con modestos modos de vida, devinieron en  “expertos” de pomposos estilos de vida. Hay tela para cortar a montones, sería un ajuar que ni los vestuarios de los estudios Warner Brothers, Universal y Metro–Goldwyn–Mayer juntos pudieran igualar.

Pese a todo esto último, el país sobrevivió a esa riqueza fácil, a los bienes sin esfuerzos, y pudimos disfrutar de una vida en la que también floreció el conocimiento y el ingenio; en la que recibieron pan y amparo millones de desterrados de todo el globo; en nuestro país se labraron honestas fortunas con tesón e ingenio.  Pero, como bien comencé estas líneas, el bien que pudo ser en realidad fue un mal que acabó con el concepto de esfuerzo y logro, hasta llegar a parecer que nunca tendría fin. Por ello, y justo es reconocer los logros de cada cual, a la postre la peste roja, el socialismo del siglo XXI, logró lo inimaginable, acabó con el mal del petróleo venezolano.  ¡Se necesita talento!

© Alfredo Cedeño

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