A pesar del elevadísimo porcentaje de la población que se encuentra fuera del país, dando testimonio del inminente peligro de una conflagración nuclear, la innovación de los actos terroristas o de un posible derrumbe económico y financiero al más distraído y modesto traspié, el venezolano tiene por arraigada convicción que cualesquiera de estos problemas lucen demasiado ajenos y  lejanos, tardando en llegar a nuestras costas, si es que algún día logran perforar la muralla oceánica que dice protegernos. Además, entendido como una desafortunada excepción, gracias al aislamiento, la censura y el bloqueo informativo propiciado por el régimen que no vela precisamente por la salud de todos, ha desmayado el interés por combatir el infiltrado coronavirus, reimponiéndose la indisciplina de una tradición reforzada por el poder anómico y anomizador que todavía exhibe la viruela del mono como una curiosidad lingüística.

Quizá haya razones históricas que alimentaron esa convicción en las generaciones posteriores a las que diligenciaron y suscribieron sendos tratados de desnuclearización de la región,  gestionados por expertos muy discretos, sobre todo al empinarse la posibilidad de una guerra de consecuencias impredecibles contrabandeados los cohetes soviéticos en Cuba. A tiempo, se detuvo el vil y aleatorio asesinato de los humildes policías municipales, cuando no volaban un oleoducto en nombre y representación de los ideales de una década tan extraña, como la de los sesenta del veinte, o supimos pegar el grito al cielo al arribar a  los cien puntos de inflación en los noventa, ahogado prácticamente en sangre al batirnos en duelo silencioso, resignado y perdedor con cinco mil puntos para esta centuria.

Treinta y tres años después de sentenciado a muerte por la teocracia iraní, el escritor y solo escritor britano-estadounidense de origen indio, Salman Rushdie, ahora, culpable de no haber muerto, resultó muy malherido por Hadi Matar, cuyo fracasado degüello neoyorquino lo atormentará aún más allá del día que le corresponda tener por natural la muerte, si es que no está prevista también la venganza hacia el fallido vengador. Recientemente, los talibanes que se hicieron de nuevo con el poder en una Afganistán abandonada a su suerte, disolvieron a tiro limpio y al filo de sus dagas, una atrevidísima protesta de las mujeres que por muy musulmanas que sean, entienden y exigen respeto por sus más elementales derechos humanos, valga acotar, una invención tan occidental como aquello de la prescripción de la acción penal.

El régimen venezolano que celebra y profundiza su alianza con la República Islámica de Irán, por supuesto, no se pronuncia ni se pronunciará sobre lo que  ha ocurrido por estos días, alegando aquello de la soberanía y autodeterminación de los pueblos, por muy integrista o fundamentalista que sean los persas, hermanados ya con una revolución tanto o más integrista o fundamentalista que se ha inventado una marcial deidad con Chávez Frías, el eterno comandante al que le falta teólogos y le sobra liturgia. La Venezuela literalmente libertadora, republicanizadora y liberalizadora del continente, en la versión de aquel siglo, tuvo en su haber desde el propio XIX, el frecuente conflicto con la Iglesia Católica, incluso, yendo más allá de sus prelados.

El socialismo del siglo XXI puede entenderse con absoluta comodidad con las más oscuras teocracias que experimentaron un magnífico empuje con la multipolaridad, exponiendo una liberalidad y una tolerancia inaceptables respecto a las sociedades y gobiernos realmente liberales. E, incluso, muchos de los críticos o comentaristas de Sumisión de Michel Houellebecq (2015), devotos socialistas de la centuria, halagan el nivel de apertura e indulgencia del novelista, pero callan y muy bien que el musulmán moderado ya en ejercicio del poder haya convertido a La Sorbona en una universidad islámica y que la mujer francesa ni remotamente tenga ocasión de hacer vida social, por decir lo menos.

Salvo el tardío aspaviento que demostró radiotelevisivamente con el consabido caso del avión venezolano varado en Argentina, forzando a todos sus diputados sin excepción alguna a superarlo en una reunión de varias horas después, Maduro Moros calla, no razona ni razonará sus posturas frente al Irán con el que compromete su presente, como su futuro, arrastrándonos a todos los venezolanos, simplemente, porque queda muy lejos y eso es asunto de ellos, aunque le haya cedido el huerto de 1 millón de hectáreas en territorio nacional. No hay medios, instituciones y expresiones que lo hagan deudor del más modesto argumento, y si de la noche a la mañana aparece por ahí, en cualquier rincón de América Latina, un artefacto nuclear, una cadena de atentados masivos o un colapso económico en serie, serán cosas del azar,  de los cálculos imperiales que todo lo pretextan, o un llamado a la mismísima conversión al Islam.

Todo ocurre por esta farragosa desindustrialización política que hemos experimentado, retrocediendo a las formas y fórmulas más elementales de supervivencia.  Por ello, también, la indiferencia, el desinterés y desprestigio de toda discusión que se diga política, ideológica y programática, pues, todo se supone, fatal y preconcebido, a veces regado silvestremente y otras enlatada al vacío, como la usurpación misma.

 


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