Con frecuencia hablar sobre la historia de cine, implica recorrer un camino complicado a través de la evolución de su lenguaje y también, de la manera en que concebimos lo cinematográfico como algo más que un entretenimiento. En realidad, el lenguaje en la pantalla grande como concepto se ha transformado, no sólo a través de las posibilidades tecnológicas sino también de los recursos y las etapas históricas que han construido una nueva mirada sobre la realidad y las diferentes versiones que lo fílmico puede otorgarle. Poco a poco, el cine pasó de ser una versión experimental sobre las imágenes en movimiento, para construir un universo elaborado y profundo que trasciende el mero hecho de lo que se transforma en una obra completa e independiente.

¿Cómo resumir algo semejante bajo el auspicio de un director? Sin duda, la multiplicidad de visiones sobre lo que el cine puede ser o en lo que se convertirá, es una forma de expresión profundamente ligada a la mirada humana. Aunque parezca obvio, la transformación del cine depende en su mayor parte de la madurez visual, experimentación y audacia de quienes detrás de las cámaras no sólo tomaron el reto de crear un diálogo eficiente entre la audiencia y el material que se proyecta, sino también un recorrido inteligente, entre la versión subjetiva y referencial de la cual se sustenta. De modo que el cine. no es solo un juego de escena sustentado sobre una historia. Es también un punto de vista y es un recorrido a través de la realidad enfocada en un lenguaje particular. quizá su mayor valor.

Quizás, el único que podría encarnar con propiedad esa noción sobre el cine en su paso de experimento tecnológico a una forma de arte, es sin duda John Ford. Pionero del cine y creador de la noción cinematográfica en todo su esplendor, el lenguaje depurado que construyó a través de una filmografía amplia, pero sobre todo con el estudio del cine como algo más que una forma de entretenimiento en estado puro, pasó a la historia. Ford, que comprendió el sentido espectacular de lo visual pero también el leve matiz del lenguaje emocional que se ocultaba en el cine, crea una mezcla entre ambas cosas que de alguna forma influyó de manera definitiva en el mundo del séptimo arte tal como lo conocemos en la actualidad.

Por supuesto, es imposible hablar sobre el canon, la referencia o el modelo del cine de Ford, a partir solo de la extensión de su obra. Filmó tantas películas y de un tenor tan extraordinario, que su trabajo toca todos los registros y también, todas las maneras en que se concibe el cine como una forma de arte. Ford de alguna otra manera representa al estadounidense de los primeros años en 1900: Tenía un acendrado sentido del asombroso, audacia y también una profunda capacidad para asumir el aprendizaje como un devenir estético. Sean Aloysius O’Fearna era estadounidense —nacido en Maine en 1895, el undécimo y último hijo de una familia irlandesa— y también la encarnación del nuevo siglo. “Jack”, como le conocía su familia y sus más allegados, fue un niño curioso en una familia numerosa, que tenía intereses sobre todo tipo de nociones sobre lo que el siglo naciente podía deparar en conjunto para las artes, la tecnología y la combinación de ambas cosas tal y como se le había conocido hasta entonces. Pero fue el cine —ámbito en el que incursionó gracias a su hermano Francis Ford, el primero de la casa en llevar el mítico apellido— en donde el precoz creador encontró un terreno fértil para un discurso que hasta entonces era recién nacido. Ford tomó a consciente decisión de dedicar su vida a lo cinematográfico y todo lo que podía evolucionar con la debida inteligencia y visión.

Un recorrido a través de un paisaje inexplorado

Aunque jamás se consideró a sí mismo un creador, sin duda era uno que, además, albergaba aspiraciones de empresario y a la vez un investigador profundamente interesado en la estética. Lo que comenzó como una aventura en el set de filmación, que incluía mover rieles de un lado a otro, guardar cables y sostener decorados, rápidamente se transformó en una cuidada reinvención del mundo del celuloide. Ford se dedicó a experimentar no solamente con las cámaras, sino con la posibilidad de las tomas que podía captar. Naturalista por nacimiento, el futuro director tenía un ojo infalible para encontrar los escenarios más extraordinarios y crear una atmósfera lo suficientemente creíble como para, en una sola toma, elaborar una idea compleja. Ford comprendía las imágenes a nivel intuitivo y también el discurso argumental que podría producir la combinación de una historia narrada a través de imágenes. Desde pequeños cortos en lo que ya demostró su maestría para emocionar, desconcertar, asombrar la audiencia hasta sus primeros largometrajes, Ford asumió el hecho del cine como un tránsito entre los que la sociedad y la cultura concebía como real y lo que podría llegar a ser.

Como toda leyenda que se precie, la figura de Ford está rodeada de mitos: desde sus largas discusiones con Carl Laemle (fundador de Universal) hasta sus primeros intentos de crear cine de calidad (o mejor dicho pequeñas historias comprensibles como solía llamarlas) a través del mismo método que luego confesaría, imaginaba usaba un escritor para relatar un cuento, el director comprendió a cabalidad la mutabilidad del lenguaje en la gran pantalla. La película muda de Iron Horse (1924), uno de sus primeros intentos de elaborar una combinación entre grandes símbolos y una ambientación precisa, demuestra la temprana capacidad de Ford para el drama visual discreto: la cámara recorre el camino polvoriento para mirar los rostros de los personajes afligidos y endurecidos. Más allá, el valle polvoriento y solitario, es toda una metáfora sobre la soledad. Ford era un buen norteamericano y también, un hombre interesado en la simbología sobre bien y el mal que había traído un nuevo siglo obsesionado con la industrialización, el triunfo laboral y el progreso colectivo.

No obstante, no podría decirse que Ford tuviera un estilo. Más bien, su trabajo cinematográfico parecía enfocado en reflexionar sobre los matices de la realidad tal como la conocía y romantizarla desde una domesticidad que asombra todavía por su sutileza. En más de una ocasión, las obras de Ford parecían ir de un lado a otro del espectro emociones y de la estética. Desde la brillante y rigurosa Air mail de (1932), la película que le valió el primer Oscar como director The Informer (1935), hay un lúcido trayecto conceptual que deja claro que Ford está en la búsqueda de una forma de construir una versión sobre el cine lo suficientemente personal como para constituirse en un reflejo de algo más elaborado. Con su capacidad para mezclar la belleza y también el espíritu del país en narraciones de una compleja densidad metafórica, Ford estaba convencido de que el cine era una forma de expresión consecuente con el ánimo de la época. Por supuesto, se trata del hombre que fundó las bases del cine como una colosal visión en movimiento sobre la historia. Pero más allá de eso, Ford construyó un recorrido a través de una concepción sobre las dimensiones de lo subjetivo que aún marca impronta.

Se dice que la escena de la película Prisoner of Shark Island (1936), en la que Lincoln llama a una banda para tocar en mitad de la calle, refleja las motivaciones y convicciones del director de una manera radiante y extrañamente dura. Para Ford, la historia norteamericana era un gran tapiz, sobre el cual meditaba acerca del pasado, el presente y quizás el futuro del cine como una construcción sólida sobre la que pudiera apoyarse toda una industria. Era un hombre convencido del valor de los pequeños y grandes momentos, que marcó época y pauta sobre el cómo reflexionar acerca del espíritu del país y la forma en que se cimienta sus convicciones morales.

Pionero y rostro de una historia

1939 fue un año extraordinario para el cine en el naciente Hollywood. La industria todavía no se perfilaba como la monumental estructura que sería después, pero aun así ya se cimentaba sobre el gusto popular y se había convertido en, sin duda, una forma de entretenimiento tan poderosa como para influir sobre el humor de un país preocupado por los aires de guerra que llegaban desde Europa. Por supuesto, Ford fue protagonista de una evolución de considerable importancia que incluyó la asombrosa tarea de dirigir varios de los filmes emblemáticos de la historia cinematográfica estadounidense, casi en simultáneo. Desde la espléndida Stagecoach, Young Mr. Lincoln, Drums along the Mohawk y The Grapes of Wrath (filmada en 1939 pero estrenada al año siguiente), Ford creo una colección de obras maestras que además revolucionaron el cine de la época, por tocar todo tipo de percepciones sobre la identidad norteamericana, su espíritu imbatible y también cierto aire pesimista que comienza a definir sus historias. Y aunque nunca sería del todo un director interesado en la oscuridad del espíritu humano, sí fue notoria la forma en que comenzó a reflexionar con dureza sobre los matices de una cultura cada vez más ambiciosa. Ford, que construyó una versión sobre el buen americano, lentamente evolucionó hacia los trastornos más elementales del ánimo colectivo, para meditar sobre el reverso oscuro de la cultura en que nació. Las desigualdades, las angustias colectivas y pesares existencialistas antes habían estado presentes en su obra, se acentuaron luego de su explosión de creatividad durante el año más insigne de su carrera.

En 1941, Ford ganó su segundo Oscar como mejor director por la película How Green Was My Valley, pero en realidad ya Ford estaba obsesionado por lo que sería uno de sus trabajos más interesantes: convertido ya en jefe de la recién creada unidad fotográfica Navy Field, se encontraba en trayecto para captar varias de las imágenes más interesantes sobre los destrozos que ocasionó el ataque a Pearl Harbor. Junto con Greg Toland, Ford no solo realizó un impecable registro sobre lo ocurrido en Hawai. sino también demostró su capacidad para la observación. Su rigurosa búsqueda de la perfección, pero en especial, su convicción que la destrucción que encontró era también un mensaje político que resguardar, hizo que Ford se obsesionada con los documentales de guerra. Con un ojo riguroso que ha sido comparado con el de los fotógrafos más veteranos del campo de guerra, Ford creó un lenguaje en el que el registro se mezcla con un elaborado sentido de la metáfora. En The Battle of Midway (1942), la inteligencia visual de Ford se manifiesta al combinar su conocido espíritu norteamericano con una por momentos inquietante, lóbrega concepción de la guerra y sus consecuencias. Desde la bandera izada hasta el paneo sobre el cielo despejado en el que vuela un único avión, es evidente que Ford busca narrar a través del realismo. Historia y cine parecen cruzarse en un único lenguaje que, además, elabora una concepción profunda sobre los dolores y terrores escondidos entre las impecables imágenes.

De regreso a la placidez

En la posguerra, Ford regreso de nuevo a sus acostumbradas historias. No obstante, algo habrá cambiado: en todos los filmes de Ford posteriores al conflicto bélico, hay extraña tensión, pero también de una pulcra y milimétrica concepción sobre la atmósfera por completo novedosa. Obsesionado con los westerns, Ford reflexionó sobre el pasado norteamericano desde una nueva perspectiva. La película My Darling Clementine (1946), la historia de Tombstone y Wyatt Earp, demostró que el Ford juvenil capaz de trasladar la cámara en un recorrido intenso y vital para mostrar las aventuras y las desventuras de sus personajes, se había hecho durante la época de los documentales, un hombre sagaz con capas del lenguaje mucho más elaborado e incluso, levemente siniestro. En They Were Expendable (1945) —en la que compartió créditos como director con Robert Montgomery— ya es notoria la sensación de una lucha real con algo mitológico, a partir de cierto aire lóbrego que marcaría el resto de su obra. Aun así, su cine sigue conservando su aspiración al heroísmo y sobre todo, una rara visión sobre la bondad intrínseca que forma parte de un lenguaje que pocas veces el cine explota. Ford continuaba herido por la guerra, pero a la vez renacido en su convicción de que el arte era capaz de sublimar el dolor en algo mucho más imperecedero, extraordinario y, por extraño que parezca, íntimo. El director logró convertir el cine en un vehículo para narrar lo que ocurre detrás de las puertas cerradas de un país que admira y reflexiona sobre su propia historia y símbolos en cada oportunidad posible. Pero, además, Ford tenía la visión creativa de un artista en pleno tránsito hasta la madurez y durante los últimos años de la década de los cuarenta, eso fue más evidente que nunca.

Hay una sencillez austera en las imágenes de Ford que, combinado con su ritmo lento y sus secuencias abiertas y pulcras, crea un estilo que en la actualidad podría resultar genérico, pero que el director dotó de una personalidad única. A medida que los años transcurrieron y sobre todo, con la llegada del color, el director se hizo cada vez más asiduo a la simplicidad llana como lenguaje. De la misma manera que en años anteriores captó la guerra a través de excentricidades tecnológicas, después encontró una depuración estética y formal que se convirtió en su sello.

Se ha insistido que el estilo de John Ford tiene algo asiático: esa connotación tan japonesa de conservar la línea visual, economizando el número de secuencia para explicar fenómenos cada vez más complejos. Mientras que en su juventud necesitaba de diez o veinte planos para relatar hilos argumentales de mediana complejidad, hacia su vejez aprendió el uso de planos emocionales basados ya sea en el rostro de sus personajes o en su elección estricta y limpia de paisajes elocuentes. Ford insistió más de una vez en que su trabajo era hacer que el público se olvidara de que miraba una película. “El arte debe imitar la vida y hacerlo de forma tan fidedigna como para ser indistinguibles”, dijo en 1950 en una de sus escasas entrevistas. El director no se explayaba demasiado en concluir sobre qué hacía a sus películas tan atractivas o incluso, sencillamente conmovedoras. Parecía más interesado con la capacidad de sus obras de mostrar la realidad de una forma tan expresiva, como para sustentar una cierta conversación secreta entre el espectador y lo que el director deseaba comunicar.

Hay algo definitivamente espiritual en la forma en que Ford logra conectar sentimientos complejos a través de planos mínimos o incluso. pequeños guiños cargados de simbolismo. Un buen ejemplo, es la extraordinaria secuencia final de la película The Grapes of Wrath, en la que utiliza solo la mirada de sus personajes para expresar los profundos y conflictivos sentimientos que les envuelven. Rodada con una maestría y economía de recursos que aún en la actualidad resultan sorprendentes, la secuencia de la despedida entre madre e hijo es la sublimación de la forma en que el director aprendió a contar historias y más tarde se convertiría a regañadientes en su sello más reconocible. Inspirado, conmovido, desconcertado quizás por el poder de la cámara entre sus manos, Ford humanizó el cine de una manera que ningún otro director lo ha logrado hacer. Además de dirigir, también encontró una ruta desconocida para sustentar el lenguaje cinematográfico en emociones sutiles que aún resultan novedosas en el cine contemporáneo. Su capacidad para brindar un aire noble, sentido y simbólico a sus filmes, permite recorrer la historia del cine estadounidense desde la mirada asombrada de sus comienzos hasta su definitiva consolidación como un arte en estado puro.

Ford también podría ser llamado el primer historiador que usó la ficción cinematográfica para narrar a su país, desde los secretos más ambiguos y sin caer en la tentación de crear una percepción irreal sobre su identidad. En cada película de Ford hay dureza, brutalidad, inocencia, una aspiración legítima por la libertad y también, una fastuosa capacidad para transformar sus personajes en metáfora sobre algo más extraordinario y complejo. Con su sentido intuitivo para transitar los silencios al borde de las imágenes brillantes y de pulso elegante que legó para la historia, John Ford es algo más que una figura de colosal importancia en el cine. Es una leyenda por derecho propio.

 


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