¡Pues, si!, Nicolás, en medio de su guayabo político, luego de que la Casa Blanca le dijera: “No te vistas que no vas”, se regaló un viajecito al exterior para calmar un poco sus penas y resentimientos. Nada menos y nada más que Turquía, Argelia e Irán fueron los países escogidos. Un recordatorio más de cuáles son los aliados incondicionales con los que peligrosamente cuenta el régimen madurista y de qué lado de la historia se sigue ubicando.

El plan, ya trazado desde La Habana, siguió su curso previsto. Maduro, consciente de la marcada polarización y división ideológica del continente, emprendió tranquilamente su periplo. Después de todo, ya tenía en Los Ángeles a sus fieles y leales emisarios que se encargarían de arrojar más leña al fuego de la discordia.

Entonces, para complacer a Nicolás, muy bien cumplieron su papel el mandatario argentino, Alberto Fernández, en su condición de presidente pro tempore de la Celac; el señor Johnny Briceño, primer ministro de Belice y presidente de turno del Caricom, y, por supuesto, el canciller de México, Marcelo Ebrard, todo ellos en coro abucheando la decisión de la administración Biden de excluir de la Cumbre a los pobrecitos y desamparados dictadores de Nicaragua, Cuba y Venezuela. Hasta el propio presidente de Chile, Gabriel Boric, reclamó la presencia de la triada autocrática, tal vez movido por eso que llaman el automatismo de las izquierdas.

Lo cierto es que mientras en la Cumbre de las Américas mucho del tiempo de los debates se perdió en la controversia de las exclusiones, el muy atento Maduro se entretenía viendo la pelea de gallos desde la galería, en medio de la comodidad que le ofrecían sus anfitriones de Turquía, Argelia e Irán.

Para cualquier observador del cónclave de Los Ángeles resultó frustrante y desalentador la orfandad de una retórica que no trasciende los muros del centro de convenciones. Allí estaba, pues,el anfitrión, con un discurso central que más bien pareció una burla: “No importa lo que ocurra en el mundo, América Latina siempre será una prioridad para Estados Unidos”, mendigando compromisos sobre una agenda hartamente mallugada que nos habla de democracia, financiamiento para el desarrollo económico, acceso equitativo a la salud, el avance hacia la implantación de energías renovables, y, lo que más le interesaba a Joe Biden, del problema del desafío migratorio de las Américas.

Al otro lado del mapa, Nicolás Maduro lograba acuerdos más concretos con sus pares del bloque antiimperialista, como el provocador convenio de cooperación por 20 años suscrito con su par iraní. En un periplo que, por supuesto, tuvo menos resonancia mediática que la misma cita de Los Ángeles, se hablaron de cosas más serias, y aunque generalmente subestimadas, de mayor impacto para la seguridad regional y global.

Maduro y sus anfitriones, Recep Tayyip Erdogan (Turquía), Abdelmadjid Tebboune (Argelia) y Ebrahim Raisi (Irán), ratificaron su compromiso con la visión de un mundo multipolar, con ese nuevo orden propuesto por sus hermanos mayores de China y Rusia, convencidos de los grandes e ineludibles cambios geopolíticos que siguen teniendo lugar y que encuentran su mayor expresión en eventos como la invasión rusa a Ucrania.

Pero, además, Nicolás, muy gozoso él por la poca seriedad con que lo toman, apareció risueño ante las cámaras del medio iraní HispanTV, hablando de un escenario internacional “sin hegemonismo ni pretensiones de dominio mundial de Estados Unidos y sus aliados del imperio europeo”.

Otra vez en América, muchos de sus países, embobados por una estúpida solidaridad latinoamericana y caribeña, no parecen reparar o simplemente voltean para el otro lado ante los incesantes despropósitos, sin control ni debido escrutinio, del gobierno de facto de Venezuela y sus pares de Nicaragua y Cuba.

Durante los debates de la Cumbre de las Américas, sólo el presidente de Colombia, Iván Duque, pareció haber dado en el clavo ante sus distraídos interlocutores: “Nuestra región no se divide entre izquierda y derecha, entre liberales y conservadores, sino entre quienes somos demócratas y quienes son autócratas”.

Esta premisa, precisamente, es lo que debe dominar la discusión regional y planetaria, ya que la reconfiguración actual de los bloques de poder en un sistema multipolar de relaciones internacionales se nutre, paradójicamente, de este antagonismo binario. Una aproximación que en rigor se ajusta al espíritu y esencia de la Carta Democrática Interamericana y que, por tanto, debe servir de norte para increpar, sin mayores complejos,a los gobiernos del hemisferio occidental acerca del bando que han de escoger.

La Cumbre de las Américas de Los Ángeles pudiera ser vista como un intento de decantación en el sentido anterior, al excluir de la cita a Nicaragua, Venezuela y Cuba. Biden, en medio de un ambiente enrarecido, propuso a sus huéspedes “trabajar juntos para demostrar el poder de la democracia”.

Pero, al margen de lo bello de esta consigna, hacen falta más hechos concretos que formulaciones retóricas, y resulta obvio que la administración demócrata no cuenta con una visión estratégica clara, ni mucho menos ha hecho gala de los instrumentos y recursos necesarios para aglutinar a toda una región en torno a un proyecto común que tranquilice a un vecindario en continuo bochinche, siempre dependiente de los humores ideológicos del momento.

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