Perdemos la salud y nos enfermamos. Como si fuésemos el equilibrista que sobre la cuerda tendida en la altura del circo o entre dos edificios situados uno frente al otro camina sosteniendo una vara en las manos y con los brazos abiertos. En los asientos del circo o en la calle una masa de estremecidos espectadores secreta y morbosamente  desean verlo caer igual a lo que ocurre en las tardes de toros porque la aspiración que se sitúa entre el entusiasmo y los calurosas aclamaciones del público tanto en las barreras de sombra como en las de sol es que el toro embista al torero y le de vueltas en el aire con el cuerno hundido en el muslo.

Cuando se produce una alteración grave de nuestro equilibrio psíquico u orgánico y comenzamos a sentirnos ausentes es cuando el médico, asegura Yolanda Pantin su libro La canción fría, “mira dentro de mis ojos/ me hace abrir la boca… consulta un libro encima de su escritorio/ ya había mirado dentro de mis  ojos…”. Porque algo nos causa enfermedad, nos obliga a actuar para sanarnos; nos impulsa a indagar qué nos ha hecho caer de la cuerda tendida en el aire y descubrir cuáles fueron las lesiones que nos hundieron en la cama del hospital o nos precipitaron al abismo de la oscuridad. “Me escuecen las manos porque pienso en la muerte”, insiste Yolanda Pantin en su admirable Canción fría que escuchamos en 1958.

También enferman los países, las instituciones públicas y privadas, los museos y bibliotecas, las universidades y su alumnado cuando la adversidad, es decir, cuando el Poder Ejecutivo aniquila o enrarece el oxígeno que la inteligencia y el conocimiento necesitan para mantenerse en pie y defenderse de los oprobios e indignidades de los regímenes militares o autocráticos.

Mas que la urgencia humanitaria, los desplantes del Ejecutivo frente a la agónica situación económica y su reticencia a confesar su culpa por los desaciertos en la administración y los permanentes escamoteos de los dineros públicos, lo que me deprime y atormenta no es el corona virus, es la tristeza que nos ahoga y la depresión que nos confunde y desalienta.

No sé de los otros, pero el venezolano es un país en estado de coma. Mucho antes del corona se veía quebrantado, con fiebre muy alta y fibrilación auricular porque la tonta Irene Sáez, el voraz Alfaro Ucero y las tristes y desacreditadas cúpulas de Acción Democrática y de Copei no se percataban de que Hugo Chávez los estaba cazando para darles un empujón y tirarlos por el barranco.

Chávez prefirió la medicina cubana antes que los hospitales de Houston y murió de cáncer. Entonces, el país y Nicolás Maduro entraron en terapia intensiva y no han salido del estado de coma. A Nicolás le hablan, le insinúan, le hacen ver que la mejor medicina es que renuncie, que acepte su incompetencia, pero no parece escuchar lo que le dicen y el país tampoco abre los ojos y no hace ningún esfuerzo válido para  emerger de la postración en que se encuentra y pedir, al menos, que lo trasladen a un hospital más aséptico y sin tantas ratas corriendo por el quirófano.

Al desasistido hospital igualmente enfermo porque carece de los recursos básicos o elementales como gasas, algodón y con los equipos quirúrgicos inservibles, llegan cartas solidarias de más de sesenta países, pero esas cartas poco ayudan para que los dos pacientes a los que nos referimos abran los ojos y reaccionen favorablemente.

En el lenguaje cinematográfico el enfermo, al final de la película, se recupera, sale del coma, abre los ojos y dice: ¡Tengo hambre! y la novia, los familiares alrededor de la cama de hospital se miran y ríen alegremente.

¡Esto ocurre en el cine! Pero en la dura y difícil vida venezolana oprimida por el régimen militar, al superar el estado de coma y abrir los ojos el paciente dirá ¡tengo hambre! porque no es ningún virus lo que lo está atenazando, asediando o doblegando: ¡Es el hambre! ¡Sobrevivo con salud a mis noventa años, pero en un país enfermo! Un país en el que mueren de hambre niños y ancianos; en el que la alegría se encuentra desterrada y las familias deshechas. Abro los ojos y  solo veo soledad y tristeza. Mi alma se está extinguiendo y con ella mi propia vida y la vida de todos mis afectos.

Con lo que cuestan hoy dos tomates, una cebolla y dos pimentones compré hace cincuenta años mi casa de dos plantas, sala de estar, cuatro habitaciones, cuatro baños, cocina, comedor, biblioteca, jardín y levanté una bella familia, tengo nietas, tuve gatos y tengo helechos colgados en el jardín. Pero hago esfuerzos titánicos para mantener algo de la calidad de vida que conocí y disfruté antes de que Hugo Chávez apareciera en la vida venezolana para entristecerla mientras él y su gente se convertían en millonarios de la noche a la mañana sin hacer ningún esfuerzo.

Si el país llega a abrir los ojos al no más salir del estado de coma dirá lo que en las películas: ¡Tengo hambre!, pero volverá a caer en coma al enterarse de que no hay nada que comer.


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