Grupo Internacional de Contacto | Foto Archivo

La semana pasada fue todo ajetreo y nerviosismo en los pasillos del Departamento de Estado. El martes 26 de enero, Antony Blinken era confirmado por el Senado como jefe de la diplomacia estadounidense, y ya los murmullos, el sonido de papeles y el estruendo de puertas le daban la bienvenida al nuevo inquilino del No. 2201, de la calle C, en el Noreste de Washington DC.

Antony Blinken

Más pronto de lo que muchos hubiesen imaginado –considerando la compleja agenda internacional y prioridades que tiene ante sí la nueva administración–, el señor Blinken había delineado previamente, durante su audiencia de confirmación ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, los principales elementos de lo que será el nuevo tratamiento de su gobierno al régimen de Nicolás Maduro. Lo primero: ratificó el reconocimiento de la Casa Blanca “…al presidente Guaidó y a la Asamblea Nacional democráticamente elegida en 2015, como la única institución legítima en Venezuela…”. Al catalogar a Maduro como un “dictador brutal”, dejó saber que se analizarían nuevas medidas de mayor presión, con el fin de lograr la restauración de la democracia en Venezuela, a través de elecciones libres y justas. Así mismo, la asistencia humanitaria al pueblo venezolano y el apoyo a los países vecinos que han soportado la mayor carga de refugiados, formaron parte de sus consideraciones.

Pero una de las implicaciones tal vez más relevantes de la aproximación adelantada por el flamante secretario de Estado, y ratificada por la secretaria de prensa, Jen Psaki, en un encuentro con periodistas el martes 26 de enero, es la que a todas luces sería la intención de Joe Biden de enfrentar al régimen madurista acudiendo a la revitalización de la diplomacia multilateral. Un anuncio que nos recuerda la filosofía que alimentó, en parte, la política exterior del expresidente demócrata, Barack Obama, es decir, la de las cargas y responsabilidades compartidas con sus aliados internacionales.

Estados Unidos y el Grupo Internacional de Contacto

Cuando, a principios de 2019, se crea el Grupo Internacional de Contacto para Venezuela (GIC), conformado por algunos países de Europa y de América Latina (actualmente: Francia, Alemania, Italia, Países Bajos, Portugal, España, Suecia, Reino Unido, Argentina, Costa Rica, República Dominicana, Ecuador, Panamá, Uruguay y el representante de la Unión Europea), las expectativas que se crearon en torno a la solución de la crisis nacional lograron una cuota importante de atención. Su objetivo: la búsqueda de una salida pacífica, política y negociada a la crisis de Venezuela, a través de elecciones presidenciales libres y justas. Pero también, desde un comienzo, la visión de Europa como entidad ejecutiva y comunitaria – apartando las posiciones individuales de cada país – chocaban con el enfoque de la principal y más poderosa fuente de apoyo internacional de Juan Guaidó: los Estados Unidos.

Dejando a un lado aquel mantra inicial tan trajinado durante la administración Trump de que todas las opciones estaban sobre la mesa, construcción que coqueteaba con la posibilidad de que Estados Unidos y sus eventuales asociados regionales utilizasen la fuerza como vía de solución –a lo cual, por cierto, se oponía la Unión Europea y los países miembros del Grupo de Lima– está claro que hasta el presente, no ha existido entre Washington y Bruselas una unidad de criterio en cuanto a los medios de alcanzar el objetivo común, que no es otro que el restablecimiento de la democracia en Venezuela. No sólo Europa se negó en todo momento acompañar a los asesores de Trump en su planteamiento de amenaza militar disuasoria; tampoco ha conseguido la Casa Blanca un pronunciamiento y acciones más contundentes de la parte europea respecto al incremento de sanciones contra el régimen de Maduro.

Ni hablar de las iniciativas de diálogo de Oslo y Barbados, en 2019, avaladas por la cómoda postura europea, y que significó mayor distracción y tiempo obsequiado al gobierno de facto venezolano, en contraste con la entonces negativa de Estados Unidos de negociar arreglos que no tuviesen como único fin, la salida de Nicolás Maduro de Miraflores. A modo de recordatorio, Juan Guaidó apoyó esta postura estadounidense, en medio de la presión de ciertos sectores nacionales e internacionales que clamaban por negociaciones con el régimen. Eran los tiempos de la romántica hoja de ruta de la oposición: cese de la usurpación, gobierno de transición y elecciones libres. Pero también conviene recordar que la posición de Europa se ha manejado siempre en un mar de cierta ambigüedad, toda vez que, si bien la mayoría de sus países reconocieron en su momento a Juan Guaidó como presidente interino, la UE como un todo nunca se pronunció en ese mismo sentido, tal vez por la dificultad que le generaba una situación de facto con Nicolás Maduro en el poder.

¿Un acercamiento de posiciones y estrategia común?

Una vez Donald Trump fuera del poder, y considerando la determinación ya anunciada por las nuevas autoridades estadounidenses de rescatar las deterioradas relaciones con sus principales aliados internacionales, particularmente Europa, así como el mayor acercamiento observado, al menos en la retórica, de las posiciones de ambos actores respecto al tratamiento de la crisis de Venezuela, ¿sería posible aventurase en la hipótesis de la conformación de un mecanismo similar al Grupo Internacional de Contacto, que cuente, sobre la base de objetivos básicos, con la presencia de los Estados Unidos?

Existen indicios que pudieran avalar tal posibilidad. De un lado, en una declaración del Consejo de Ministros de Relaciones Exteriores de la Unión Europea, del pasado 25 de enero, al reconocerse la importancia de los opositores políticos venezolanos como interlocutores privilegiados, en especial, los miembros de la Asamblea Nacional electa en diciembre de 2015, se insta a “reanudar las negociaciones políticas” y “establecer con urgencia un proceso inclusivo de diálogo y transición liderado por Venezuela”, que conduzca a unas elecciones legislativas y presidenciales, creíbles, inclusivas y transparentes”. Por su parte, la nueva vocería de la Casa Blanca, reiteró, el pasado martes 26 de enero, el compromiso del gobierno de Estados Unidos de lograr “una transición democrática y pacífica en Venezuela, a través de elecciones libres y justas”, agregando que el nuevo enfoque tendrá como centro el apoyo al pueblo venezolano y la revitalización –como antes apuntamos– de “la diplomacia multilateral”. Este último aspecto contrasta con la visión unilateral de la gestión de Donald Trump.

Es evidente que, si bien se observan condiciones políticas favorables para un mayor acercamiento de las posiciones entre estos dos aliados internacionales, no cabe duda de que existen también ciertos elementos de la visión de cada parte que requerirán de una mayor exploración conjunta, en tanto que garantía de indispensables consensos complementarios.

El primer factor a tomar en cuenta es el estatus de Juan Guaidó. Mientras Estados Unidos sigue reconociendo su investidura como presidente interino y de la Asamblea Nacional electa en diciembre de 2015, la posición de la UE, a partir del 5 de enero, se ha reducido a considerarlo sólo como un interlocutor privilegiado y líder de la oposición, en torno a cuya figura se debe forjar una posición unificada de los factores adversos al régimen. Mientras la Unión Europea habla de un proceso de diálogo y negociación política apuntando a la celebración de elecciones legislativas y presidenciales, la nueva administración demócrata solo se ha referido a la necesidad de implementar una política más efectiva (sin definirla) que permita restaurar la democracia en Venezuela, haciendo uso de una mejor y más fuerte coordinación y cooperación con países afines.

Otro de los puntos que habrá de ser objeto de una prioritaria consideración y coordinación conjunta es el referido a las sanciones. A este respecto, parecieran avizorarse mayores medidas de parte de la Unión Europea, a juzgar por el contenido del comunicado citado en el que sus 26 miembros señalan estar listos para adoptar medidas adicionales contra aquellos personeros del régimen que socavan la democracia y el estado de derecho, así como a los responsables de graves violaciones de los derechos humanos. En este punto, el gobierno de Estados Unidos esperaría una mayor contribución de sus pares europeos, y ha prometido centrar gran parte de sus esfuerzos en la reorientación efectiva de las sanciones, esperando generar un verdadero impacto, tanto al régimen como a los factores de sostenimiento del mismo.

Finalmente, no es descartable, dada la importancia del enfoque multilateral que pretende imprimir Joe Biden al tratamiento del tema sobre la crisis de Venezuela, que se produzcan próximamente acercamientos entre sus representantes y enviados del Grupo de Lima y de la Unión Europea; una iniciativa que pudiera sentar las bases para la reformulación de estrategias, bien sea en el seno de un Grupo Internacional de Contacto ampliado (GIC+1), con Estados Unidos como nueva pieza estratégica, o en el marco de un nuevo mecanismo con una estructura, funcionamiento y objetivos que responda a las exigencias de la nueva coyuntura.

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