Con este escrito continuamos comunicando nuestros pensares y averiguaciones acerca de la crisis de la globalización, el agotamiento de las ciudades y su necesaria transmigración a Aldeas, en el curso, que ya comenzó, de los próximos 50 años.

La pandemia ha adelantado, trágicamente, el posible y necesario uso de la casa como lugar de diversión y trabajo tanto intelectual como de manejo de robots y autómatas en la producción.

En la aldea los linderos físicos de la casa, del home, se ablandan y las otras personas se tornan en vecinos.

El espacio y la vida se extienden en la medida de que esa protección vecinal incrementa la propia seguridad y percepción de sí mismo.

La aldea surge como un sujeto de otra densidad. Apta para tomar medidas y aplicarlas en prevención o solución.

En la ciudad pareciera que buena parte de la gente, sobre todos los migrantes que buscan vida, empleos o profesiones, muestran la provisionalidad propia del que no tiene casa. Su soledad se desnuda. La casa es cosa compleja a la que no siempre se llega.

La estampa de la vivienda urbana va desde ese estándar, funcionalista, que sale en la TV o revistas en las que los espacios están bien marcados: sala, comedor, cocina, dormitorio, baño. Incluso en los ranchos de barrios y favelas aparecen preocupaciones por marcar espacios con algún mueble o cajón. Y las paredes y repisas traen historias de frustres, hechos, hijos o deseos.

La gente siente, sin saber si lo puede lograr, que necesita una casa. Y por esos saberes se van las búsquedas y las improvisaciones. Y se salta de una pareja a otra buscando la pareja-casa.

En la aldea habrá casas, y la gente tendrá casas. Muy variadas y hechas muchas veces por autómatas, por grandes robots, como los que ya se están usando, que tendrán muchos planos, diseños y materiales de construcción.

Serán productoras de energía, climatizadas y de excretas reciclables.

En la ciudad cuando por fin logran una casa, ella tiene muy poco que ver con los vecinos o el ambiente, que son ocasionales. Pero en la casa, aldeana o no, es cosa de los humanos que para sentirse completos tengan y necesitan, así funcionen bien o no, de esos útiles recuerdos de repisa y objetos que además de permitirle funcionar: comer, dormir, amar y odiar, tengan un empaste cohesionador que les dé sentido, amargo o no, a todos esos peroles y fetiches, a esa pareja que no sea de a ratos.

En la aldea, el vecino, como amigo – o no tan amigo -, tendrá que saber de ese espacio y de esos corotos para que sus miradas los bauticen y les den sentido.

En las aldeas, como en las ciudades, seguirán existiendo viejos y niños. Pero en la ciudad son inconvenientes funcionales, demandan horarios y amores. Los niños van a las escuelas a ser custodiados y a veces aprenden cosas. El estorbo de los viejos crece con sus años.

Dentro de cincuenta años y cuando el trabajo físico presencial será extraño, los niños serán los hijos de unos padres y de todos; y mucho más que ser informados, aprenderán de vidas intensas propias o figuradas, buscando y atendiendo problemas y situaciones con sus maestros y grupos de compañeros, además de simuladores, autómatas o robots.  La salud y los viejos, que durarán mucho más y más saludables, no serán viejos: serán abuelos con las miradas y cariños de los veinte mil vecinos, con sitios cercanos adonde ir a recibir atenciones especiales para sus trastornos, tragos y chismes.

Los avances ya iniciados en la generación de energía: solar, con paneles u otros artefactos, eólica, bioreciclable, marina… permitirán que la aldea no solo sea autosuficiente, sino que las casas tengan excedentes que pueda regresar a la red nacional. Es ya posible que los combustibles fósiles: gas, petróleo, carbón… sean utilizados como fuentes de alimentos, de las proteínas que una vez fueron.

A la casa urbana (o suburbana) hay que incorporarle el costo doloroso del conmuting o el tiempo de viajes. En la ciudad el commuting forma parte de lo inevitable, hay que agregárselo al trabajo y restárselo a la vida, a la casa y, sobre todo, a las proximidades e intimidades familiares y vecinales de la aldea: tiempo en carro o caminando a la estación, vestuario, alimentación, inseguridad personal, pasajes, contaminación, cambio climático y enfermedades, atropellos, colas, olores, temperatura, tensión nerviosa, salud general, amor y sexo como ocasiones o recuerdos.

En la Aldea, donde la mayor parte de esas obligaciones se realizan desde la casa o en los términos y distancias de la propia aldea de 16 km2 o, cuando más, 30 minutos caminando o mucho menos en bicicleta, el commuting no existe

Estas reflexiones están en buena parte alimentadas por el “quédate en casa” de las cuarentenas, que nos han obligado y/o permitido tener mayor tiempo para nosotros mismos, con un fuerte sabor de soledad.

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