Un par de días atrás tuve la oportunidad de apreciar una penosa escena que se ancló en mi alma, acompañada de múltiples preguntas. Caminaba por una importante avenida concurrida de mi ciudad, cuando de pronto vi en una parada de autobús a un mendigo, rodeado de bolsas negras fuertemente amarradas que parecían cargadas de sus bienes, sus ropas desgastadas y sucias tanto como su piel blanca escondida tras el curtido por acceso limitado a rituales de aseo. El hombre yacía sentado en el suelo solo, con un pequeño espejo de tamaño inferior a la palma de su mano y buscaba su reflejo en él, observando los detalles de su rostro. Ver esta imagen me marcó el alma, pensé ¿qué busca en el espejo? ¿Será que se percata de su condición o busca algo más que se encuentra bajo la piel denegrida?

Continuar mi camino llena de preguntas y suposiciones fue más doloroso que la imagen que las produjo. Aun cuando no puedo asegurar lo que buscaba aquel hombre en su reflejo, expongo la idea más poderosa que caló en mi psiquis al respecto. Quizás el caballero era consciente de su condición y lo que buscaba era su identidad, quería saber quién es, a pesar de su estado, qué puede significar su nombre o adónde va en la vida. Es probable que no buscara confirmar una apariencia prolija o aspecto bien parecido en su reflejo, como cualquier individuo recién acicalado, ya que su aspecto poco peripuesto era más que evidente y sus ropas endurecidas de sucio, seguro le recordaban lo lejano que se encontraba de su último baño. Este hombre lo que anhelaba ver en ese pequeño cuadrado reflectante era su identidad, perdida en los años de divagar de mente y por las calles de una ciudad, solo para rodearse de personas como él, que le ignoran constantemente.

Cavilé en mi pensamiento hasta llegar a casa, fue como si el transporte público en el que venía estaba vacío y me trasladaba en una nube. Mi corazón latía con fuerza mientras reconocía la necesidad de identidad en todo ser humano. Se requiere un espejo que nos muestre lo que somos y qué hay bajo la piel más allá de cómo se luce, es necesario poner nombre a la esencia que no envejece y va adquiriendo forma con cada vivencia,  expresándose en cada reacción, decisión y apresto que se valida. Se consolida una identidad desde la cuna a lo largo de los años con el autoconcepto, y la cosmovisión que se adopta y adapta a medida que se madura. La identidad determina tantas cosas en la vida, como la cota de lo que conviene o no, da forma a la libertad que subyace en las decisiones e incluso la grafía de cómo nos relacionamos.

Saber quiénes somos como quien alcanza algún tipo de iluminación no es el secreto en sí, sino la reconciliación con un diseño original que nos habilita para engranar lo humano, frágil y deficiente tantas veces, con lo divino y sobrenatural, que trasciende más allá de este plano y permite soñar con los que se han ido primero. Aquel hombre buscaba en su rostro una esencia que había perdido o el dolor le arrebató, sumiéndole en una condición de indigencia y desconexión social, pero cuántos otros mendigos de espíritu no habrá por las calles, insertos en la sociedad, prolijos de apariencia, pero con la mirada perdida en grandes y pequeños espejos buscando identidad.

@alelinssey20


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