Ilustración: Jeanette Ortega Carvajal @jortegac15

Estos tiempos difíciles, de guerra, pandemia y regímenes comunistas abrigando a América, endurecen el alma y a veces la transforman en una fortaleza que le impiden al amor, a la piedad y a la solidaridad, salir. Y aunque es verdad que lo malo sucede, no es menos cierto que lo bueno también. Lo que ocurre es que de lo bueno se habla poco. Por eso les contaré dos historias reales, quizás parezcan pequeñas, pero fueron grandes y hermosas para quienes las vivieron.

En el Metro de Caracas, en un día normal, en vagones sin aire con pisos que desconocen la limpieza, personas apuradas van y vienen. Tropiezan entre sí sin ofrecer disculpas porque, según ellos, tienen prisa para llegar a tiempo adonde quiera que van, como si esa fuera una razón para no decir una palabra amable. Allí, seres ensimismados en pensamientos cansados, solo ven los problemas que los agobian.

El dinero no alcanza para la comida; las inscripciones de los niños en los colegios privados aumentaron en 80% y en los públicos la calidad ha decaído. A otros pasajeros se les extravió su sonrisa porque no tienen empleo, porque son médicos o maestros que ganan una miseria; mientras, la mirada de algunos usuarios se nubla al recordar a los muchachitos que en el Hospital de Niños J. M de los Ríos mueren por falta de insumos y por la ausencia de personal médico. Sin embargo, en esos vagones también hay gente feliz que, por alguna razón bonita, sonríe. Así es el mundo, así es la vida.

Regresemos al Metro de Caracas. La escalera mecánica, herida por falta de mantenimiento, lleva meses dañada. Sin piedad, se burla de un hombre mayor que ha pasado horas intentando subirla. No lo logra por su edad y porque una enfermedad que oculta lo impide; además, debe cargar un pequeño pero pesado tanque de oxígeno.

Ese hombre mayor es invisible. Muchos pasan a su lado. Lo ignoran. Lo tropiezan. Nadie lo ve. Resignado, permite que a su paciencia se sumen horas de espera.

Una joven, aún adolescente, camina indignada a pasos agigantados pensando en los problemas que atraviesa la educación superior en Venezuela. De pronto, su pensamiento y su andar se detienen. Su mirada se fija; tropieza con la del hombre. Por instantes la sostiene. En los ojos del anciano, ella lee una súplica.

Con la dulzura que da la conciencia ante el dolor ajeno, la joven le ofrece ayuda. Escaleras arriba, carga sus libros y el pequeño pero pesado tanque de oxígeno, mientras que el viejito, quien ya no es invisible, se sujeta con fuerza del pasamanos para, lentamente y por cada escalón, subir sus cansados pies. Estando arriba y fuera del Metro, él le pregunta cómo se llama.

―¿Valentina? ¡Qué nombre tan bonito tienes! –dijo él– llevaba horas esperando por alguien como tú. No sé cómo darte las gracias. Sólo tengo este mango y me gustaría que lo recibieras.

Por primera vez ella miró de frente a la bondad. La reconoció. La vio en los ojos de alguien que por agradecimiento fue capaz de entregar lo único que tiene. Se dio cuenta de que, mientras intentamos resolver nuestros problemas, podemos ayudar a otros a resolver los suyos. “Aún existe gente buena en el mundo” fue lo último que escuchó mientras el anciano se alejaba.

La otra historia comenzó hace casi 68 años, cuando un emigrante portugués eligió a Venezuela como su patria, como su nuevo hogar. Con esfuerzo y trabajo, como se logran las cosas que valen la pena, compró una panadería en la parroquia Santa Rosalía de la ciudad de Caracas.

Uno de sus hijos, un niño de 11 años, vivió lo terrible del terremoto que sacudió a la ciudad el 29 de julio de 1967. En medio de esa tragedia y viendo a su padre ayudar a otros, el pequeño aprendió que el pan alimenta el cuerpo, pero también el alma. Descubrió además que, en el peor de los casos, un trozo de pan hace feliz a quien lo recibe y a quien con sus manos lo ha hecho con amor.

El niño creció, su nombre es Francisco. Él es un hombre de fe y ferviente devoto del Cristo de la Grita. Hoy sus hijos trabajan en la panadería con él, como alguna vez de niño él lo hizo con su padre.

Todos los días de la semana, Francisco, un hombre bueno, un ángel, regala una pieza de pan a las personas necesitadas que lo buscan. Dice Humberto, uno de sus empleados, que desde muy temprano se forma una fila enorme y que, a diario, más de 100 personas se retiran con una hogaza de pan.

Lo hermoso y lo que me llena de orgullo es que Valentina, la joven del Metro, es mi hija, y Francisco, el ángel de la panadería, es mi amigo.

Historias como estas, sencillas pero reales, nos ayudan a tener esperanzas. Nos permiten creer que el hombre todavía puede llegar a ser bueno. En las cosas pequeñas se ocultan las grandes, las hermosas, las importantes. El amor se siembra, nunca he dudado eso, y las oportunidades para hacer el bien las pone Dios en el camino, el resto es cosa nuestra.

@jortegac15


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