En 1998 comenzó nuestro peregrinaje. A finales de ese año, el pueblo soberano eligió a Hugo Chávez Frías como presidente de los venezolanos. Su triunfo fue producto del hartazgo de la mayoría de la población con los políticos tradicionales y los grandes partidos de entonces: Acción Democrática y Copei.

A Rafael Caldera le tocó representar el papel de último mohicano de la cuarta república. Al término de su mandato, llegado el momento del deslinde, la mayoría de quienes lo apoyaron en las elecciones de 1993 y muchos otros que se entusiasmaron con los cantos de sirena del bueno por conocer, le dieron el voto al teniente coronel.

Las acciones arbitrarias y destempladas de Chávez se iniciaron en el momento que tomó posesión del cargo de presidente. Al instante de juramentarse como tal, calificó a la Constitución Nacional de moribunda, quebrantando la formalidad del acto. Inmediatamente después inició un proceso de reformas que dieron al traste con el Poder Legislativo y el Poder Judicial, sometiéndolos a su antojo para desgracia de la institucionalidad democrática.

El siguiente paso fue arremeter contra Petróleos de Venezuela: la gallinita de los huevos de oro. La salida de altos funcionarios de la prestigiosa entidad no se hizo esperar. A comienzos del año 2002, Hugo Rafael aumenta la presión desestabilizadora. Los empleados deciden paralizar sus labores por cuatro horas, el miércoles 13 de marzo. De ambos lados el ánimo se caldea. El 4 de abril, la asamblea de trabajadores acordó iniciar la suspensión progresiva de actividades en todo el país. En respuesta a dicha acción, el domingo 7 ocurrió lo inédito: a través de la radio y la televisión, el presidente hizo pública las medidas de despido y jubilación llevadas a cabo por la directiva de Pdvsa; después, haciendo uso de una conducta y un lenguaje insolente, procedió a despedir a siete ejecutivos por su participación en las acciones de protesta. Luego, de manera altanera dijo que no tenía problema en despedir a toda la nómina mayor. La desquiciada acción hizo que los trabajadores petroleros anunciaran un paro general indefinido.

Resultado de lo anterior fue la marcha del 11 de abril y la “renuncia” del presidente Chávez que llevó a Pedro Carmona Estanga a ocupar el Palacio de Miraflores. Después del fatídico día, escribe Brian Nelson, autor de El silencio y el escorpión, la avenida Baralt fue cerrada como escenario del crimen y se mantuvo así por el poco tiempo que Carmona estuvo en el poder. Pero al regreso de Chávez el 14 de abril, cuadrillas de limpieza bajo las órdenes de Freddy Bernal comenzaron a “arreglar” los daños en la calle.

Con mucha rapidez y eficiencia, repararon los semáforos, restituyeron los kioscos, pintaron las paredes, taparon las esquirlas en las superficies de cemento y reemplazaron gratuitamente las santamarías dañadas. Los trabajadores extrajeron las balas de las paredes. En cinco días, sin que se hicieran las investigaciones y estudios técnicos necesarios, todas las evidencias físicas del lugar habían sido recolectadas y destruidas. A partir de ese momento comenzó la campaña multimillonaria en dólares de Chávez para reescribir la historia del golpe. Jamás se supo quiénes fueron los responsables de los 18 muertos y más de 60 heridos que hubo en los alrededores del Palacio de Miraflores, a raíz de la protesta.

Pero la oposición no se dio por vencida. El paro petrolero de 2002-2003 fue su respuesta. En esta ocasión, la presión de la calle se impuso frente a la opinión de varias mentes sensatas. En el curso de las semanas siguientes despidieron a casi 20.000 trabajadores de la industria. Y aquellos que habitaban en viviendas propiedad de la empresa, fueron desalojados de ellas junto con sus familiares, sin importarles el llanto de los más pequeños.

Los efectos económicos de la conflictividad condujeron al gobierno y al BCV a imponer un pervertido control de cambio que se extendió más allá de lo debido, generando escandalosos casos de negocios sucios que involucraban a funcionarios y partidarios del régimen. Por supuesto que las salidas de capital nunca se detuvieron.

Chávez le dio cabida a la figura del referéndum revocatorio en su Constitución, pero cuando la oposición quiso hacer uso del mecanismo, lo saboteó de todas las maneras posibles hasta asegurarse de que estaban dadas las condiciones para que los resultados le fueran favorables. La historia registró los actos de tracalería para que la posteridad constate la bajeza del régimen rojito. Entre ellos destacaba el manejo arbitrario de la política fiscal, violándose así los artículos 311 y 314 de la nueva Constitución, el último de los cuales establece que “no se hará ningún gasto que no haya sido previsto en la Ley de Presupuesto”. De esa manera se consumaba lo que el escritor mexicano Jorge Volpi denomina la “paradoja latinoamericana”: de un lado, la hipócrita veneración de las leyes escritas y, del otro, el burdo desprecio hacia su práctica.

La revolución no perdió entonces la oportunidad de adentrarse en el terreno del control de la economía y los medios de comunicación, a través de una política de expropiaciones de empresas privadas y amordazamiento de la prensa opositora y libre. De esa manera el capitalismo de Estado se concibe como una palanca adicional para el control de la sociedad. Fue inevitable la aparición del fenómeno inflacionario.

Producto del aquelarre revolucionario, para finales del año 2016 ya habían emigrado 1,6 millones de venezolanos, una verdadera hecatombe.

A la muerte de Hugo Chávez y tras su fracaso, la charada revolucionaria no ha detenido el incremento de los daños y perjuicios que han sufrido los venezolanos. La inflación ha alcanzado cotas inimaginables, el cierre de empresas no cesa, los servicios de salud están por el subsuelo, el pueblo desfallece por el hambre, la inseguridad campea como nunca antes, el sistema educativo se comprime cada día más y la democracia es una entelequia.

La emigración, que es el más nítido retrato del estado de ruina que padecemos, lo dice todo con sus más de 4 millones de integrantes. Y la cifra sigue en aumento. Ha sido esa dramática experiencia la que ha impulsado el firme apoyo que ahora tenemos de Europa y América. Creo que esta importante ficha de la oposición venezolana será la pieza fundamental para acrecentar cualitativamente el respaldo internacional y lograr la salida de la más funesta dictadura de la historia nacional. En esa última dirección apunta la reciente decisión de la OEA de aprobar la activación del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca para abordar la crisis de nuestro país.

No nos demos por vencidos.

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