Como no hay democracia sin partidos políticos, el hecho de que se debiliten o desaparezcan importa para el desenvolvimiento del bien común.

Los partidos políticos han sido las columnas del republicanismo venezolano desde su fundación, en medio de trabas infinitas durante la dictadura de Juan Vicente Gómez.

A partir de 1945 proponen un prometedor modelo de convivencia que arraiga en la segunda mitad del siglo, para experimentar procesos de mengua que han llegado a su cumbre en la actualidad.

Pero no han dejado de existir, pese a los embates del chavismo que han arreciado durante la usurpación de Maduro. ¿Por qué? Como todavía se deben guardar las formas, no ha habido manera de meterlos en la fosa.

Los partidos políticos se han llegado a considerar tan necesarios para el mantenimiento de una forma de vida decorosa, para que la barbarie no se exponga sin afeites en el mostrador, que el autoritarismo no se atreve a liquidarlos con golpes de mandarria sino a dominarlos mediante tramites de apariencia legal que encubran la intención de dejarlos en la inopia.

El chavismo ha considerado que no debe sacarlos de la escena con brusquedad porque se vería terrible el predominio exclusivo y excluyente del PSUV, porque conviene simular la existencia de un sistema democrático para que pueda presentarse con cierto decoro una administración republicana en el teatro del mundo. En el marco de ese designio se inscribe el plan iniciado ahora para controlar a PJ, uno de los partidos fundamentales de la oposición.

¿Cómo se deshace de PJ la dictadura usurpadora sin allanar su domicilio, sin tomar por la fuerza sus instalaciones o sin arrestar a sus líderes?

Una organización que en cuestión de tres décadas ha echado raíces en la tierra venezolana, ha ofrecido un programa de cambios capaz de atraer seguidores en términos masivos, ha fortalecido un liderazgo influyente en todos los rincones del mapa y ha servido de plataforma a un candidato presidencial digno de memoria, no puede desaparecer por las vías policiales del  allanamiento, o por maniobras y presiones de esa laya. De allí la escena observada por la sociedad en los últimos días, en la cual un supuesto dirigente de PJ, agobiado por la dictadura interna de su bandería, pide resguardo ante los tribunales.

Pero no solo argumenta que lo han echado del partido valiéndose de infames subterfugios y sin permitirle el derecho a la defensa, sino que también pide a los magistrados de TSJ que avalen un cambio de la directiva del partido que debe efectuarse de manera perentoria para acabar con la sofocante arbitrariedad que oprime al resto de los militantes.

No solo pretende, en suma, volver de nuevo al seno del hogar que extraña, sino también la expulsión de sus principales habitantes para fabricar una mansión más hospitalaria. A través de un procedimiento semejante logró la dictadura adueñarse de Copei para convertirlo en su monigote, recordarán los lectores.

El «justiciero» de ocasión se llama José Brito, diputado a la AN, quien fue expulsado de PJ por haber participado en sonoros hechos de corrupción con gentes cercanas al usurpador. A partir de  entonces el sujeto ha frecuentado los despachos del PSUV y formó parte de la comparsa que asaltó el Parlamento y designó una directiva fraudulenta. Los magistrados a quienes se dirige son los mismos que autorizaron la lamentable cooptación de Copei por el oficialismo. Tales son los caminos que ahora se transitan para matar a los partidos de oposición, mediante zancadillas disimuladas, con anestesias y cautelas, sin necesidad de oficios funerales.


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