En medio de la rutinaria cotidianidad de los días signados por la pandemia y los rigores de la crisis que sufre el país, a veces suceden encuentros extraordinarios que rompen la monotonía.

El  jueves de la semana pasada, después de lidiar durante horas con el caos citadino, recalé sin previo aviso y sin ser parte del itinerario previsto en casa de dos excelentes amigos, a los que me une un profundo y fraternal afecto.

Llegué como llegan los náufragos urbanos, que atraviesan el agobio de concreto y la decadencia de rejas y portones grises que ahora por decreto oficial, acentúan la tristeza y la miseria habanera que reina en la ciudad.

Por supuesto, la casa de mis amigos siempre está de puertas abiertas, habitada por la afabilidad y la discreta cortesía que vienen cargando desde sus pueblos originarios y que nunca toma el curso del halago fácil y la adulación propia del arribismo, que tan frecuentemente observamos en la oligarquía emergente.

Llaneros, abiertos, de humor ligero y risa fácil los dos.

También son caraqueños y cosmopolitas, universales por formación y experiencia.

Un perfecto ejemplo de esa venezolanidad que insiste en mantenerse, ajena a la decadencia socialista.

Como solemos decir los venezolanos, la improvisación en materia de goce supera a la planificación.

O sea, más vale llegar a tiempo que ser convidado.

Llegué a recoger a mi esposa que los acompañaba desde la mañana. Me dejó allí mi amigo Jorge Atramiz, un buen ejemplo de solidaridad y consecuencia.

De donde vengo nos acostumbraron a no llegar con las manos vacías. Me presenté con las caracolas que hacen con una excelente masa brioche en las esquinas de la Segunda Avenida con la Segunda Transversal de Los Palos Grandes.

De alguna manera, cada vez que hago esto, siento la alegría infantil de cumplir con lo aprendido en casa.

Humberto, como se llama mi amigo, es un amante de la cocina que no cocina, anda orondo y presumido, celebrando que recientemente aprendió a preparar un buen café, por lo que decidió que antes de probar sus recién adquiridas habilidades “barísticas» debíamos almorzar y pidió  la comida al bistró del Club Táchira.

Como sucede en todo matrimonio bien avenido, él decidió, pero quien ordenó el almuerzo fue Carmen, mientras él describía la carta, Carmen propuso ordenar ceviche, como entrada y langostinos a la provenzal con una combinación un tanto inusual de vermicelli cuatro quesos como plato principal.

Mi esposa, amante del ceviche y los mariscos, no puso objeción; yo, que aprecio enormemente el cartoccio, preferiblemente de lomito, pensé que la combinación de ambos podía brindarme un gusto similar, aunque sin el papillote, acepté complacido; Humberto, por Casal y por casado y no deliberante, asintió disciplinadamente.

Pensé, mientras Humberto hacia el pedido, en cómo el engaño reinante en el país se ha extendido hasta invadir el espacio sagrado de los fogones, mis últimas experiencias con el “cartoccio ” han sido desagradables, nuestros cocineros le han quitado uno de los valores fundamentales de la buena cocina, la honestidad, siguen ofreciendo platos de la cocina internacional sin tener los ingredientes de la receta original, en el caso del cartoccio  mienten presentándolo en el papillote, por un lado preparan una salsa de champiñones, un trozo de carne cualquiera a la parrilla, y unos lingüinis con una deprimente bechamel y luego lo sirven envuelto en papel aluminio del que no cuidan siquiera que esté caliente, un total engaño.

Las cosas buenas suceden sin que nadie las espere, el anfitrión, atento, sirvió a las damas vino blanco y para nosotros, Campari soda como aperitivo. Lo que sí tuvimos que esperar, acompañados del gratificante amargo del Campari, fue la llegada de la comida; la trajo mi tocayo Wilfredo, el amable mesonero del bistró, discreto y servicial, que ya nos había atendido, antes, en la terraza del Club Táchira, excelentes espacios con vista sobre la ciudad diseñados por el maestro Fruto Vivas.

Los gritos de Wilfredo anunciando la llegada del condumio, convocaron el apetito colectivo y la urgencia de Carmen y Mariela por servir la mesa. Como las carencias cotidianas privan sobre la formalidad, decidieron colocar solo la platería y servir directamente de las bandejas del delivery, sin agua no hay paraíso ni somos la sucursal del cielo.

Humberto, formal por naturaleza, señaló que el color negro de las bandejas de plástico en que llegó la comida era un  detalle a favor del bistró, se veían menos desagradables que las de plástico traslúcido de los restaurantes chinos.

El placer que proporciona la comida se incrementa hasta los límites de la excelencia, más allá de la comida misma, cuando el afecto, la amistad, la franqueza, la conversación inteligente y los buenos modales se sientan a la mesa, son acompañantes que no ocupan espacio alguno, creo que andan con sus sillas a cuestas para no molestar y muchas veces no nos percatamos de qué lugar ocupan en la mesa, pero son indispensables, son los duendes que mejoran el vino, aunque sea barato y regañón, espesan la salsa en el punto justo, salpimientan las carnes exquisitamente, aportan el calor correcto a cada plato, endulzan los postres, aromatizan el café.

La reunión que nadie convocó no fue una aventura gastronómica, pero los platos resultaron altamente satisfactorios, el ceviche de curvina tenía el toque de limón justo, las cebollas en julieta, moradas como deben ser, en la cantidad correcta, la curvina cortada en los tamaños precisos como para no perder la consistencia, el pimentón finamente cortado, sin la carnosidad interior, muy bueno.

Los langostinos a la provenzal, probablemente no salteados en coñac como indica la receta original, pero no podíamos esperar eso, tenían un toque de champiñones ajenos a la receta, pero que no la desmejora, y que, en mi caso, que me senté a la mesa añorando el cartoccio que me provocó la propuesta de Carmen al sugerir combinarlos con la pasta cuatro quesos, me gustó. Creo que la única memoria que todavía me funciona es la gustativa. Los langostinos tenían el punto de cocción exacto, buena textura y excelente sabor, la salsa resultó muy buena.

En cuanto a la pasta cuatro quesos, (queso azul, emmental, pecorino y parmesano), ya sabemos de los costos de los productos importados en el país, pero en general resultó una cocina decente, honesta y muy profesional.

Sé que Humberto, viejo amante de los vinos, hubiera preferido acompañar los mariscos y el ceviche con un buen Albariño, pero lo hicimos con uno de esos vinos blancos que se consiguen ahora, que hizo lo suyo con discreción, su acidez no agredió al ceviche y le aportó su ligero aroma a los langostinos a la provenzal.

Del precio y del costo beneficio, pregúntenle a Humberto que se ocupó del pago.

Del pago de la comida, porque como suele decirse ahora, el momento compartido, las muestras de afecto, la tácita expulsión de la política como tema durante la comida y de la sobremesa, no tiene precio.

Ah… perdón, el café de Humberto resultó muy bueno y el postre, los restos de una torta de naranja que habían picado días antes por el cumpleaños de Carmen, estaba excelente.

Recuerden: “Más vale llegar a tiempo que ser convidado”.

@wilvelasquez

 


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