Al hablar de la juventud resulta tentador recurrir a afirmaciones esperanzadoras y de signo positivo. De acuerdo con eso los jóvenes son el futuro del país o están llamados a ser sus constructores. La confrontación con la compleja y extremadamente cambiante realidad presente, sin embargo, haría obligante plantearse interrogantes como estas: ¿Cómo están siendo preparados para esa misión, cuál es la herencia que están recibiendo, qué oportunidades tendrán y cuán preparados están para aprovecharlas? Son preguntas que reclaman respuestas desde el Estado, los educadores, las familias, el liderazgo político y el económico, las instituciones, la sociedad en su conjunto.

No se trata ya solo de nuestro sistema educativo y de sus carencias. Se trata de buscar respuestas a los nuevos reclamos de un mundo convulsionado por las guerras y sus amenazas; un mundo, además, en transformación permanente en materia de valores, modos de ver la vida, formas de acceso al saber y al poder.

Solo en el terreno del trabajo, el efecto de la tecnología en los modos de producir, en las condiciones laborales, en las destrezas exigidas, en las técnicas de aprendizaje, ha trastornado las necesidades educativas, la orientación de las carreras, su duración, la necesidad de reactualización permanente. El mundo digital no solo se ha convertido en el nuevo gran centro de la información; se ha constituido, además, en centro de trabajo y guía para decisiones de todo orden, gran maestro y dueño de nuestro tiempo en muchos casos.

Los nuevos esquemas de trabajo privilegian las carreras cortas, el inmediatismo, la habilidad más que el saber, la mecanización y el automatismo más que la comprensión. Estimulan así el cambio permanente, la inestabilidad, reduciendo la perspectiva de futuro, de construcción con visión de largo plazo. Para las nuevas generaciones, diseñar su propio futuro resulta ser una tarea de una complejidad y exigencia mayor de lo que pudo ser para sus padres.

Si en el pasado se pensaba en una buena educación, un oficio o una carrera como la mejor herencia que se podía dejar a los hijos o que una sociedad podía ofrecer a sus ciudadanos, hoy es preciso replantearlo en términos de preparación para la vida, de dotación de nuevas fortalezas y nuevas herramientas. Se trata de desarrollar la capacidad para entender los cambios y asumirlos con criterio, manteniendo la disposición de influir en ellos, de encontrar su punto de convivencia con una visión humanista que mantenga la vigencia de los valores.

Las nuevas fortalezas con las que dotar a la juventud son las de descubrir, innovar, entender y dominar la tecnología como instrumento, preservando la libertad personal y la capacidad de selección y decisión. Las nuevas generaciones estarán mejor dotadas en la medida en que resguarden la capacidad de discernir entre las innovaciones que concuerdan con lo más positivo del sentido de humanidad y las que se reducen a la repetición, la aceptación, el sometimiento, la renuncia al juicio propio, la abdicación de la libertad y de la capacidad de pensar y de dirigir los cambios.

No basta con aceptar que el modelo de las generaciones anteriores ya no funciona. El nuevo compromiso es preparar a las nuevas para un modelo en cambio permanente. Hay aspectos de la vida en los que las generaciones anteriores no están en capacidad de innovar, pero sí de aportar sabiduría y buen juicio a una realidad con nuevas preguntas, nuevas exigencias, nuevas incertidumbres. Esta es la parte más valiosa de su herencia.

La desesperanza es un escollo a superar para los más jóvenes. Y su mayor riesgo, ser presa de los fanatismos, los economicismos, los autoritarismos, la mediocridad, la velocidad, las exigencias por la acumulación, la sumisión. Para quienes deben labrarse un futuro prometedor es imperativo contar con los mejores guías, con los liderazgos correctos.

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