Si alguien era necesario en estos momentos de innumerables y sorpresivos conflictos en tantos países, tierras y continentes, de estallidos de violencia y destrucción nunca imaginados en su diversidad y origen tanto de clases e intereses económicos como políticos, esa persona era nada menos que Pedro Nikken.

Dicho así, con esa seguridad y firmeza de algo que no debe ni puede ser discutido, puede sonar chocante y hasta ciertamente odioso por el talante militar de quien quiere imponer su criterio sin derecho a crítica alguna. Pero bien lejos estuvo Pedro Nikken de lo militar y de la guerra, y mucho menos de la intolerancia y la cruel brutalidad de las actuaciones de la soldadesca y de los escuadrones de la muerte que hirieron y siguen hoy causando heridas entre los débiles y los valientes que, sin armas en mano, confiaron en lograr la paz y la convivencia.

Citaremos otra vez (avanzo excusas por la insistencia) a Javier Marías cuando alerta que en una guerra de supervivencia uno hace todo lo necesario, lo cual acaba por incluir también lo innecesario. «El problema es que mientras se dirime el conflicto, uno cree que todo es necesario. Luego, cuando todo ha terminado (…) es casi imposible pensar que también se hubiera ganado sin que yo hubiera hecho esto o lo otro. Pensamos que podríamos habernos ahorrado alguna crueldad o vileza, y algunas víctimas, y que aun así el resultado habría sido el mismo».

En esos momentos posteriores, en esos cansancios de la guerra cuando la destrucción de almas y viviendas, de pueblos humildes y de soledades y arrepentimientos de los soldados embrutecidos por las órdenes de sus oficiales superiores, era cuando la voz del venezolano Pedro Nikken se alzaba en la soledad del campo de batalla.

Su misión era tan otra y tan distinta a la crueldad y el odio de lo que había ocurrido que solo el esfuerzo de imaginar no la paz (vana y absurda ilusión) sino el acercamiento entre los enconados enemigos resultaba poco menos que una batalla contra innumerables y escurridizos molinos de viento. Pero Pedro Nikken insistió, supo de alguna manera que la paz en Centroamérica, en África y en cualquier rincón del mundo era posible si se hablaba cara a cara. Y lo logró: triunfó sin duda alguna, al menos en los encargos que los burócratas de turno le permitieron.

Vale la pena agregar que Pedro Nikken fue y será una referencia ineludible en la defensa de los derechos humanos en nuestro continente, cuando una Venezuela civil y civilizada era ejemplo de lucha para toda la región. Esta vocación lo llevó a ser nombrado juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y ejerció como vicepresidente y presidente.

La ONU lo escogió como asesor jurídico para mediar en el conflicto armado que quemaba en la desolación y el odio a El Salvador, una guerra insólita que superaba en barbarie y horror la dimensión geográfica del ese país.

Entendió bien pronto la naturaleza de la tragedia venezolana con la llegada de Chávez y de los militares al poder. Advirtió que “uno de los problemas que el chavismo tuvo desde su origen fue considerar que la mayoría era título de legitimidad para hacer cualquier cosa. Resulta que eso no es verdad. Existe la dignidad de la persona, la tolerancia, el derecho de existir de cada uno y de cada grupo que está fuera del ámbito de las mayorías. Chávez, al calificar de escuálidos y con desprecio a quienes se le oponían, sembró una semilla fatídica”.

Para mayor desgracia, este predicador del buen juicio y el entendimiento entre todos los venezolanos jamás fue llamado a construir la concordia que era posible en meses y años atrás.


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