Argentina CPI
Foto: Archivo

Es sorprendente observar cómo, a estas alturas del colapso nacional, sigue extendida la percepción de que el régimen de Maduro es fuerte y poderoso, pese a que un paseo por los principales elementos fácticos del momento actual nos habla de su progresivo y significativo debilitamiento. La persistencia de esta visión tiene mucho que ver, en cierta forma, con la evolución del liderazgo opositor después de las altas expectativas que surgieron al constituirse el gobierno interino en enero de 2019: su caída a uno de los puntos más bajos en estas dos décadas de lucha democrática, ha hecho sonsacar la fácil pero falaz conclusión de que el gobierno, en necesaria correspondencia, se ha fortalecido, cuando ha sucedido todo lo contrario.

Esta percepción también se sostiene gracias a una de las “virtudes” que posee el régimen desde los tiempos de Chávez: la gran facilidad de obnubilar a tirios y troyanos con el arte del engaño, apoyándose en su enorme y cuasi monopólico aparato de propaganda. Algo propio particularmente de quienes conciben a la política como una guerra permanente, donde no tienen cabida la deliberación abierta y la búsqueda civilizada de entendimientos.

Un análisis a vuelo de pájaro de algunos de los elementos que dan cuenta de la fortaleza de un régimen en el mundo actual, es muy revelador. En lo que respecta a la legitimidad política, el régimen está en su punto más crítico en 20 años de dominio: la de origen es poco menos que un mal chiste, sentenciada por la gran mayoría de electores que se negaron a participar en las elecciones presidenciales írritas de mayo de 2018 y en las parlamentarias idem de diciembre de 2020, y rechazada mayoritariamente por la comunidad internacional, en particular por 60 países que lo han expresado de manera explícita. La legitimidad de desempeño, por su parte, no sale mejor parada: desde que Maduro se hizo del poder en 2013, ha caído casi 80% el PIB, la producción petrolera ha bajado a su mínimo histórico, y el deterioro de las condiciones de vida ha llegado a extremos nunca vistos en la historia nacional, produciendo la emigración de más de 5 millones de venezolanos.

Por otra parte, la capacidad de reanimar la economía con la ayuda de aliados internacionales –de escasa reputación ética, acotemos– ha llegado a su techo: el anuncio de que China impondrá un impuesto a la importaciones de petróleo ha dado otro golpe al sueño de la salvación por la vía asiática. Las sanciones han contribuido a poner la cuerda más tensa alrededor de las devastadas finanzas nacionales. El gobierno, en pocas palabras, tiene las manos atadas, y aunque desesperadamente saca –como un mago de su chistera– proyectos y estrategias alternativos (Ley Antibloqueo, Zonas Económicas Especiales) estos se vuelven trizas prontamente, al estar empantanado el escenario político.

Pero el régimen está débil, sobre todo, porque ha destruido todo vestigio de Estado, y en esta compleja sociedad del siglo XXI, sin un Estado ágil y competente es cuesta arriba que una nación sobreviva en el maremágnum de luchas y competencias descarnadas –aquella anarquía internacional tan recalcada por el realismo político clásico–, escenario que ha llevado a algunos estudiosos a plantear que en los nuevos tiempos el mundo se dividirá entre los lentos y los rápidos, en lo que parece una forma de darwinismo social con connotaciones cada vez más técnicas y globales.

Ahora más que nunca tiene vigencia en la Venezuela de hoy la tesis cabrujiana del Estado del disimulo, y valga la cita textual: «(en Venezuela) el concepto de Estado es simplemente un “truco legal” que justifica formalmente apetencias, arbitrariedades y demás formas del “me da la gana”. Con la necesaria acotación de que en el período chavimadurista se ha desdibujado lo del disimulo y se ha mutado a un Estado de ilegalidad abierta, paralelismo institucional y violencia sistemática (violencia sistemática que ha hace cada vez más difícil ejecutar por la precariedad de las instituciones, empezando por las Fuerzas Armadas, y la pérdida del monopolio legítimo de la violencia)».

Es dentro de este cuadro de cosas, por tanto, que hay que entender el nuevo intento de negociación que se está desarrollando. Que la oposición esté débil (como en efecto lo está, después de ser perseguido y exiliado buena parte de su liderazgo, ilegalizados sus partidos y suplantados por alacranes exprés) no es motivo suficiente para que el régimen promueva –oportunistamente– el diálogo; el otro motivo es que sabe que su situación también se ha deteriorado significativamente desde los tiempos de República Dominicana, y en algunos aspectos es sencillamente precaria. Todo apunta a que ha entendido que la política de correr la arruga y la estrategia de huir hacia adelante tienen sus límites, y que mientras más se posponga un cambio político más oscuras serán sus perspectivas y más precarias sus vías de escape (lo que incluye, por supuesto, el punto, vital para Maduro y compañía, de negociar y eludir las sanciones de carácter personal, así como el eventual juicio de la Corte Penal Internacional).

El otro factor que posiblemente haya aumentado la disposición del régimen a negociar y a aceptar, eventualmente, una transición (si es derrotado en unas elecciones transparentes y libres) es el agitado y cambiante panorama que vive América Latina en los últimos tiempos. La vuelta al poder del kirchnerismo en Argentina y de Evo Morales en Bolivia ha puesto de manifiesto que, en medio de la voluble voluntad popular de los tiempos actuales, no es imposible un comeback de los populismos autoritarios de izquierda, sobre todo si los gobiernos democráticos no son eficaces y las fuerzas defensoras de la libertad no reparan en la importancia de acordar programas estratégicos unitarios. Este es uno de los retos más graves que tendrá, de hecho, la oposición venezolana si efectivamente el proceso de negociación y la ansiada transición progresan exitosamente.

@fidelcanelon

 


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