Aspiro a que algún día nos distanciemos, nos desprendamos y rechacemos las ideologías cualesquiera que sean las presuntas glorias de sus naturalezas. Fervorosos, atrapados por la ideología arrastramos una pavorosa desgracia: ¡escuchamos una sola voz! ¡Nos da miedo dudar!

Solo deseo que nos miremos a los ojos; que inventemos nuevas maneras de entendernos y lograr el prodigio de hacer lo que nunca hacemos: mirarnos a nosotros mismos, ver cómo se agita y se remueve nuestro espíritu y navegar por el torrente de nuestra propia sangre y vencer sus veloces y poderosos raudales y encontrar finalmente el sosiego que también busca el país que amamos. ¡Lo que durante décadas han buscado los cubanos! ¡Recientemente se produjo un milagro! Al perder el miedo, ¡descubrieron la libertad!

Es obligación nuestra embellecer nuestros cuerpos, pero también nuestro espíritu. Admirarnos, obligar al espejo de nuestras almas que aún permanece intacto a reflejarnos como en verdad somos, orgullosos y enaltecidos y jamás despreciados ni humillados por quienes desgraciadamente usurpan el poder político y nos condenan a padecer hambre, infortunios y una diáspora atribulada e infeliz. Solo aspiro a que el venezolano sea el hombre que yo anhelo conocer, el obrero, taxista, mecánico; el latonero y albañil, el abogado y penalista, el médico cirujano, el ingeniero que en su automóvil cruza el puente que construyó sobre el río y el arquitecto que levantó la torre espectacular en el centro de la ciudad y muchos más. Brillantes seres y valiosos compatriotas, pero quisiera imaginarlos capaces de conmoverse escuchando a Kiri Te Kanawa cantando arias de Mozart, indagando qué se hizo el Festival de Música Atempo que tan acertadamente manejaban Diógenes Rivas y Ninoska Rojas o asombrarse con los poemas de Rafael Cadenas, porque si lo hicieran estoy seguro de que serían mejores cada uno en su oficio. Me lo dijo Ángel Rosenblat: enseñar a alguien a leer y a contar es hacerlo apto para ganarse la vida. Pero yo agrego un fragmento de cultura para hacer de él no un tonto usuario de desvencijados servicios públicos como los que padecemos bajo el ominoso régimen militar sino un ciudadano que busca la libertad con solo descubrir que detrás del miedo existe la sensibilidad, algo que el primitivo país venezolano minero y militar tiende a negar obstinadamente.

Con lágrimas de rabia en los ojos quiero pedirle al político deshonesto que deje de serlo y se marche del país el mandatario impulsado por la exclusiva satisfacción que le produce el dinero mal habido. Al oportunista que solo codicia la fortuna y la ostentación; al delincuente de baja autoestima y al pendenciero del maloliente callejón asociado con toda seguridad al matón del barrio armado y asalariado por el caudillo civil o militar de turno, a ellos, a las bandas criminales que operan aisladas o vinculadas también al narcotráfico, los conmino a que regresen a la verdadera razón de ser y piensen más en la felicidad y bienestar del país que están maltratando. A la familia Castro de Cuba y al Victorino Márquez Bustillo o al Suárez Flamerich (que allá se llaman Miguel Díaz-Canel, el presidente  que los Castro manejan con expertos hilos de marioneta), pedirle que dejen en paz a la gente.

Duermo mal, intranquilo porque no dejo de pensar en los venezolanos que arrastran sus vidas no en otros países porque siento que los países no son lugares sino sentimientos, conductas y existencias distintas a las nuestras cuyas diferencias debemos comprender y aceptar si pretendemos vivir en ellas. Hubo exilios durante la larga oscuridad gomecista y bajo el fascismo ordinario de Perez Jiménez, pero nunca tan cruel, voluntario y masivo como  el provocado por la ruindad del socialismo del siglo XXI.

Uno de mis deseos se confunde con la más lejana de las ilusiones: no quiero que nos suceda lo que ocurrió con aquel viajero que salió del puerto esa mañana a buscar perlas y tan solo volvió con la muerte en el alma. Deseo ver al barrio marginal convertido en una verde urbanización con calles limpias y quintas altivas y pretenciosas y gentes modernas, no las que temen encontrar en las bolsas de basura el espejo roto del devastado país venezolano.

¿Cuándo dejaremos de ser hijos de paternidad irresponsable? Y del mismo modo: ¿Cuando dejará de ser huérfano el propio país? ¿Cuándo entenderemos que Simón Bolívar ya no tiene fuerzas para seguir siendo Padre nuestro porque el gigantesco país que quiso ser hijo suyo dejó de serlo y lo vio morir desencantado y aniquilado, además, por la enfermedad y el colombiano calor de Santa Marta consciente de que toda América es ingobernable?

¡Confieso que mis esperanzas venezolanas pueden ser menos ambiciosas! Deseo que nada altere la guachafita, el tuteo, la impuntualidad y se mantenga la absurda pregunta que se le hace al viajero: ¿Cuándo llegaste? y antes de que el aludido suelte su respuesta repreguntar: ¿Y cuándo te vas?. Que todo esto siga igual, pero que llegue el agua a tiempo, cesen los apagones, aparezcan nuestras medicinas, funcionen los servicios públicos; se enderece la educación, dejen los alumnos de estar reduciendo a cinco líneas cada capítulo de Cien años de soledad y se derrote la corrupción administrativa.

Y me pregunto: ¿Cuándo ocurrirá el prodigioso instante en el que sentiremos y aceptaremos que el futuro, es decir, el imparable avance tecnológico, se encuentra detrás y no delante de nosotros? ¿Cuántos años tendrán que transcurrir para que mis deseos se cumplan? ¡Para que considere que los cinco sentidos que tengo no me alcanzan para entender lo que está ocurriendo dentro y fuera de mí!

¡Me irrita y confunde la hipocresía internacional! Las Naciones Unidas, la OEA, la comunidad internacional y los países vecinos o distantes llevan 60 años observando compasiva e hipócritamente el aniquilamiento de Cuba y más de 20 confirmando la tragedia venezolana y nada ocurre que favorezca. Es doloroso constatar que nadie sabe cómo se llama el hombre que sin violencia desatará los nudos que hacen tan difícil la áspera existencia de los venezolanos.

¿Qué hago con mis deseos? ONU, OEA, hipócritas diplomáticos vecinos y lejanos: ¿dónde y en quién, además de sí mismo, pondrá sus ilusiones el país que me vio nacer?


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