I

El coronavirus se nos volvió pandemia y tiene tomado al planeta. Se dice que no ha habido desde la Segunda Guerra Mundial nada que haya generado tal sensación de vulnerabilidad en el mundo. En este caso en lo más básico, la salud, pero con secuelas graves en todas las esferas de la vida humana, de manera particular en la economía.

Se trata de un microbio del que los científicos confiesan no saber todo lo que hay que saber, cuya vacuna no pareciera estar, a pesar de ciertos anuncios, a la vuelta de la esquina y que ha puesto en jaque a un mundo frágil, necesitado de revisarse muy a fondo.

II

La crisis desatada por este microbio ha puesto de manifiesto las carencias de nuestro sistema de gobernanza global, en manos de instituciones que, empezando por la mismísima ONU, fueron concebidas hace varias décadas para un mundo que se parece cada vez menos al que va siendo en estos tiempos. No debe sorprender, entonces, que hayan fracasado en solucionar o, al menos paliar, problemas de dimensiones planetarias como el cambio climático, las migraciones, el terrorismo transnacional, el narcotráfico, los diversos conflictos bélicos o los ataques cibernéticos, problemas, entre otros, que solo se pueden resolver mediante acuerdos colectivos y compromisos de obligatorio cumplimiento.

No olvidemos a propósito de lo anterior, las transformaciones aceleradas y profundas originadas gracias a un conjunto de tecnologías, catalogadas como “disruptivas”, que representan la integración de lo físico, lo biológico y lo digital. Las mismas impactan radicalmente la vida humana en todo el mundo, asomando alteraciones en el modo en que nacemos, vivimos, nos relacionamos, aprendemos, trabajamos, producimos, consumimos y hasta cómo rezamos, soñamos y morimos, dando motivo a una intensa polémica alrededor de lo que se ha denominado el transhumanismo, que ya empieza a ser visible desde los avances que se desprenden de la bioingeniería y de la inteligencia artificial.

En suma, el sistema internacional se ha vuelto crecientemente complejo, con innumerables actores locales, regionales y globales operando en un contexto de conectividad instantánea y de una creciente interdependencia, que urge, desde luego, la transformación en la concepción del Estado, en su formato, en sus modos, en sus competencias y en sus áreas de desempeño, a fin de acoplarlo a las nuevas realidades del siglo XXI.

Existe, pues, un enorme y peligroso déficit en cuanto al armado institucional que fundamente la gobernanza global, como única vía de solventar los profundos desacomodos que sacuden hasta el último rincón del planeta.

III

Ojalá que este bichito que, según nos cuentan, aunque quién sabe, se escapó de un laboratorio, nos obligue a reconocer que atravesamos por una crisis mundial severa que recorre todas las estructuras -sociales, económicas, políticas, culturales, institucionales…-, que nos hemos dado los humanos para vivir en la Tierra.

En este sentido, cabe destacar la falta de guiones que permitan la comprensión, la valoración y la regulación de lo que está ocurriendo. Se precisa elaborar los códigos requeridos para descifrar transformaciones de fondo que se suceden muy rápidamente, así como para trazar los mapas normativos (legales y éticos) que se requieren para desenvolverse con respecto a ellas.

Hay que ir pensando, entonces, en la creación de otro mundo para más de 7.000 millones de terrícolas, cuya convivencia transcurra de un modo distinto, de acuerdo con otros valores y reconociendo que pertenecemos a una misma especie que, como argumenta, entre otros, el profesor Jeremy Rifkin a propósito del cambio climático, no es equivocado definirla como una “especie en extinción”.

Harina del mismo costal

Me uno a las miles de voces sensatas que reclaman la unidad de esfuerzos para atender un problema grave, como el que representa la presencia en nuestro país del coronavirus, pues como se sabe este bichito no sabe de ideologías ni enferma a la gente atendiendo a los criterios de la polarización política nacional.


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