El escritor y académico venezolano Enrique Viloria Vera, desde la muy española Universidad de Salamanca, está preparando una publicación colectiva sobre la violenta primera década de la República Civil, en la que se estableció el sistema democrático, a pesar de todos los pesares. La publicación tendrá 50 colaboraciones, y me permito, amable lector, compartir la mía que se dedica a unas reflexiones básicas sobre la guerrilla venezolana.

La lucha armada o la insurrección guerrillera acontecida, fundamentalmente, en la Venezuela de los años sesenta, continúa suscitando posiciones extremas que no despejan sino desfiguran esa importante realidad de nuestra trayectoria histórica, a partir de 1958. Para unos se trató de un proceso épico de liberación ante la tiranía de la naciente «seudodemocracia»… Para otros de una locura política, manipulada por Fidel Castro, que impulsó una violencia criminal que destruyó, físicamente o moralmente, a una parte significativa de la juventud militante del país…

En el siglo XXI se ha tratado de imponer en la conciencia nacional la primera de las versiones extremas. Ello no le ha hecho ningún bien a la nación y, al mismo tiempo, ha distorsionado un período que merece ser historiado con serenidad, con la distancia que proporciona el tiempo y con la recta intención de búsqueda de la verdad, hasta donde sea posible.

Dos cosas de significación deben reiterarse al respecto del tema: el propio Che Guevara no estaba convencido de la viabilidad de la guerrilla venezolana, casi de seguidas al inicio de la etapa democrática, sustentada en la lucha contra la dictadura de Pérez Jiménez, el espíritu unitario posterior, y la Constitución de 1961, aprobada por la unanimidad de los congresantes de entonces, incluyendo a los que pronto optarían por la rebelión político-militar.

El Che, que no es lo mismo que Fidel y sus seguidores incondicionales, no estaba de acuerdo con que fuera apropiada, en Venezuela, la tentativa de repetir la experiencia de la Revolución cubana. Al menos no en ese tiempo de los tempranos sesenta. El transcurso de los sucesos demostró que el Che, desde la extrema izquierda, tenía razón en relación con el destino fallido de la guerrilla venezolana. No tuvo apoyo popular, ni podía tenerlo. Los resultados electorales de 1963, con una participación masiva de la población, confirmó que el llamado a la abstención de la comandancia insurreccional no encontró eco político-social.

Ahora bien, la guerrilla venezolana tuvo una inspiración política e ideológica, con la cual se puede estar de acuerdo o no -en mi caso, sin duda alguna que no-, pero no se le podría comparar nunca con la narcoguerrilla colombiana, corrompida hasta los tuétanos; o con fenómenos de terrorismo puro y duro, como lo que representó Sendero Luminoso para el Perú. La guerrilla, por definición, asume la violencia como política. Pero una cosa es el enfrentamiento violento contra las fuerzas de seguridad de un Estado que se considera injusto o ilegítimo, y otra muy distinta es el uso extensivo del terror.

Entre los líderes de la guerrilla venezolana de aquella época se encuentran venezolanos de gran valía política y ética. La pacificación política llevada adelante al final de esa década y comienzos de la siguiente, es una evidencia incontestable de madurez. Tanto para el Estado nacional que ofrecía magnanimidad y no venganza a la guerrilla derrotada, como de los guerrilleros pacificados, que reconocían el fracaso de su lucha, y decidían continuarla por los caminos de la legalidad y la participación pacífica.

No todos, desde luego. También existió la llamada «guerrilla irredenta», que no se acogió a los beneficios de la pacificación, en aquel momento, y que prosiguió su actividad subversiva con cada vez menor impacto. Pero ese no es el tema de estas breves líneas. Hace falta pues, un balance esclarecedor de la guerrilla de los años sesenta. Detracciones sobran y apologías también. Nada de eso contribuye a comprender el historial de la democracia venezolana y sus posibilidades de reconstrucción.

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